Ser musa de tu padre, de tu amigo, y de tu gran amor, es una sensación que muy pocas mujeres de hoy en día pueden experimentar
Estoy indignada. Mi cara lo debe decir todo. No hay derecho: ser perra es más complicado que ser mujer. Por varios motivos. En primer lugar vivimos menos, no tenemos opción a contraer matrimonio, nuestro periodo dura veinte días, y con frecuencia nos vemos obligadas a soportar el machismo de los perros de cuatro y de dos patas. El hecho de vivir menos no me importa, porque al final lo que cuenta es la calidad y la intensidad con la que una vive su vida (valga la redundancia). Además que yo sepa los animales no nos morimos: nos vamos con nuestra manada, nuestra cultura, y nuestro aprendizaje a otro parque. Eso es al menos lo que me han contado mis amigas que han estado a punto de irse.
Soy consciente de que he ejercido una gran influencia en mi padre, cosa que aún no ha conseguido ninguna pretty woman de dos piernas. Incluso me ha escrito y leído cuatro poemas dedicados a mi persona, y que saldrán publicados con una foto mía en un libro que está en la imprenta a punto de salir publicado. Y digo persona porque los animales también tenemos nuestra personalidad. Ser musa de tu padre, de tu amigo, y de tu gran amor, es una sensación que muy pocas mujeres de hoy en día pueden experimentar. Muchas de ellas siguen pensando que lo más importante es el sexo. Así les va. Se quedaron dormidas en la adolescencia, en la cama de los instintos, y necesitan a su lado un hombre para sentirse mujeres, cosa que no entiendo.
A mí por el contrario para sentirme perra me es suficiente con ver a mi Toby o algún que otro pura sangre, porque considero que antes de sentirse mujer o perra, es mucho más importante sentirse querida. Así que mientras ellas buscan sexo, a mi me sobra todo el cariño del mundo. El matrimonio no forma parte de nuestros planes porque somos seres grupales. No nos conformamos con el cariño de una sola persona. Quizás sea porque tenemos el corazón más grande. De ahí que el amor humano sea mucho más efímero, interesado y primario que el que nosotras podemos dar de una forma constante, hasta el final de nuestros días. Sin separarnos, divorciarnos, ni todas esas excusas (a veces el olfato es más fiable que los instintos).
Aún recuerdo mi adolescencia. El periodo me vino un día en la cama de mi padre, cuando estaba ausente. Cuando vino y se percató en lugar de regañarme me dijo: “tranquila, no pasa nada. Enhorabuena, ya eres una mujercita”. A partir de entonces creía que las cosas iban a ir a mejor, pero los primeros celos, supusieron un auténtico trauma. De repente los machos se olvidaron de mi cara y cogieron la costumbre de venirme a saludar por detrás. Hasta que un día le dije a mi padre: “papá, quiero ser lesbiana”.
No me da vergüenza reconocerlo. A mis dieciséis años sigo siendo virgen, pero estoy segura que he recibido mucho más amor que muchas mujeres, y que mi vida ha sido más plena que todas esas perritas de dos piernas, que podrían construirse una urbanización con todos los dormitorios en los que han pernoctado. Demasiados gemidos y muy pocos latidos. En la relación con los hombres de mi especie, siempre he buscado las relaciones estables, aunque como he dejado bien claro, nunca me han faltado pretendientes ocasionales. Mi primer amor fue Copito (que en paz descanse), y hoy en día mi corazoncito lo ocupa Toby. Como consecuencia del acoso que sufrí en mi adolescencia, actualmente presumo de tener más y mejores amistades de mi sexo.
Aun así, hace un año sufrí una agresión machista por parte del energúmeno de mi vecino. Un sharpei sin castrar y dopado hasta las trancas de testosterona de un tamaño tres veces superior al mío. El muy valiente se tiró a por mí y me abrió en canal con su dentadura una raja limpia de unos ocho centímetros. Mi familia logró llevarme viva a Torrejón en donde mi prima que es veterinaria me cosió la herida. La operación fue costeada por la mamá irresponsable del acosador.
Eso sí, a diferencia de una fémina de dos piernas, yo no he tenido juicio; ni le han impuesto al agresor una orden de alejamiento. Así que cada vez que su domadora (más que tutora), entra en mi casa y huelo el hedor del maltratador, no paro de ladrarla y recordarla aquel acto que a punto estuvo de separarme para siempre de los míos, y la pésima educación que como mala madre imparte a su “cara arrugada”.
Como víctima de la violencia de género hoy llevo este chándal de color rosa. No me considero feminista, sino una mujer perruna o perriwoman que merece el mismo respeto y los mismos derechos que cualquier miembro con miembro de mi especie. Aun así estoy esperando la ocasión para salir a la calle y sumarme al próximo acto público, que el movimiento feminista #Me Too celebre. ¿Vendrán ustedes...?
José Luis Meléndez. Madrid, 10 de noviembre del 2018
Estoy indignada. Mi cara lo debe decir todo. No hay derecho: ser perra es más complicado que ser mujer. Por varios motivos. En primer lugar vivimos menos, no tenemos opción a contraer matrimonio, nuestro periodo dura veinte días, y con frecuencia nos vemos obligadas a soportar el machismo de los perros de cuatro y de dos patas. El hecho de vivir menos no me importa, porque al final lo que cuenta es la calidad y la intensidad con la que una vive su vida (valga la redundancia). Además que yo sepa los animales no nos morimos: nos vamos con nuestra manada, nuestra cultura, y nuestro aprendizaje a otro parque. Eso es al menos lo que me han contado mis amigas que han estado a punto de irse.
Soy consciente de que he ejercido una gran influencia en mi padre, cosa que aún no ha conseguido ninguna pretty woman de dos piernas. Incluso me ha escrito y leído cuatro poemas dedicados a mi persona, y que saldrán publicados con una foto mía en un libro que está en la imprenta a punto de salir publicado. Y digo persona porque los animales también tenemos nuestra personalidad. Ser musa de tu padre, de tu amigo, y de tu gran amor, es una sensación que muy pocas mujeres de hoy en día pueden experimentar. Muchas de ellas siguen pensando que lo más importante es el sexo. Así les va. Se quedaron dormidas en la adolescencia, en la cama de los instintos, y necesitan a su lado un hombre para sentirse mujeres, cosa que no entiendo.
A mí por el contrario para sentirme perra me es suficiente con ver a mi Toby o algún que otro pura sangre, porque considero que antes de sentirse mujer o perra, es mucho más importante sentirse querida. Así que mientras ellas buscan sexo, a mi me sobra todo el cariño del mundo. El matrimonio no forma parte de nuestros planes porque somos seres grupales. No nos conformamos con el cariño de una sola persona. Quizás sea porque tenemos el corazón más grande. De ahí que el amor humano sea mucho más efímero, interesado y primario que el que nosotras podemos dar de una forma constante, hasta el final de nuestros días. Sin separarnos, divorciarnos, ni todas esas excusas (a veces el olfato es más fiable que los instintos).
Aún recuerdo mi adolescencia. El periodo me vino un día en la cama de mi padre, cuando estaba ausente. Cuando vino y se percató en lugar de regañarme me dijo: “tranquila, no pasa nada. Enhorabuena, ya eres una mujercita”. A partir de entonces creía que las cosas iban a ir a mejor, pero los primeros celos, supusieron un auténtico trauma. De repente los machos se olvidaron de mi cara y cogieron la costumbre de venirme a saludar por detrás. Hasta que un día le dije a mi padre: “papá, quiero ser lesbiana”.
No me da vergüenza reconocerlo. A mis dieciséis años sigo siendo virgen, pero estoy segura que he recibido mucho más amor que muchas mujeres, y que mi vida ha sido más plena que todas esas perritas de dos piernas, que podrían construirse una urbanización con todos los dormitorios en los que han pernoctado. Demasiados gemidos y muy pocos latidos. En la relación con los hombres de mi especie, siempre he buscado las relaciones estables, aunque como he dejado bien claro, nunca me han faltado pretendientes ocasionales. Mi primer amor fue Copito (que en paz descanse), y hoy en día mi corazoncito lo ocupa Toby. Como consecuencia del acoso que sufrí en mi adolescencia, actualmente presumo de tener más y mejores amistades de mi sexo.
Aun así, hace un año sufrí una agresión machista por parte del energúmeno de mi vecino. Un sharpei sin castrar y dopado hasta las trancas de testosterona de un tamaño tres veces superior al mío. El muy valiente se tiró a por mí y me abrió en canal con su dentadura una raja limpia de unos ocho centímetros. Mi familia logró llevarme viva a Torrejón en donde mi prima que es veterinaria me cosió la herida. La operación fue costeada por la mamá irresponsable del acosador.
Eso sí, a diferencia de una fémina de dos piernas, yo no he tenido juicio; ni le han impuesto al agresor una orden de alejamiento. Así que cada vez que su domadora (más que tutora), entra en mi casa y huelo el hedor del maltratador, no paro de ladrarla y recordarla aquel acto que a punto estuvo de separarme para siempre de los míos, y la pésima educación que como mala madre imparte a su “cara arrugada”.
Como víctima de la violencia de género hoy llevo este chándal de color rosa. No me considero feminista, sino una mujer perruna o perriwoman que merece el mismo respeto y los mismos derechos que cualquier miembro con miembro de mi especie. Aun así estoy esperando la ocasión para salir a la calle y sumarme al próximo acto público, que el movimiento feminista #Me Too celebre. ¿Vendrán ustedes...?
José Luis Meléndez. Madrid, 10 de noviembre del 2018
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