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8 de septiembre de 2020

La botella

La vida es esa botella que descorcha la naturaleza cuando nacemos

El ritmo de la vida con el paso del tiempo se ha vuelto vertiginoso. Tanto que ha llegado a distorsionar nuestro grado de percepción: no son los años los que pasan, somos nosotros los que pasamos por este camino que es la vida, de una forma acelerada. El hombre tiene prisa por hacer, pero no por vivir en el sentido amplio del término. Una prisa que le interesa al sistema para que el ciudadano no piense y sucumba a sus distintos y continuos mensajes. “El tiempo no es oro, es vida”, decía José Luis Sampedro.

La vida es esa botella de cristales opacos que descorcha la naturaleza cuando nacemos, que oculta de forma misteriosa el resto de su contenido transformado en tiempo, es puesta a nuestra disposición como un reloj de arena, que marcará el efímero transcurso de nuestra existencia. Hay botellas que contienen en su interior el sabor ácido de la niñez. Pero ese licor con el paso del tiempo es capaz de despertar, de fermentar, de endulzar y de ir formando el cuerpo y el alma de la madurez.

Hay mostos suaves, intensos, intermedios, y otros que sin dejar de ser interesantes, prefieren pasar desapercibidos. Cada uno tiene su peculiaridad, su personalidad natural, y su carácter o graduación alcohólica. No es lo mismo degustar o escuchar por medio de los sentidos el lenguaje de un vino tinto, blanco o rosado, que el de un vino joven o de reserva. El viticultor, el enólogo, y la tierra contribuyen a otorgarle esos rasgos que determinarán la peculiaridad de cada uno de esos caldos.

Los últimos días de una botella no tienen por qué tener un sabor amargo. Hay botellas que sin llegar a ser abiertas, se rompen y se caen al suelo como consecuencia de un accidente. Y otras que al perder su tapón y al dejar de entrar en su interior el aire y el agua, terminan perdiendo su aroma y su esencia. El último trago una vez bebido, puede endulzarse si uno interioriza los distintos momentos y sabores que como viticultor consiguió conferir a su propio caldo, por medio de ese proceso de autorealización que es la fermentación en su propia bodega, en su propio cuerpo. Muy pocas botellas tienen la suerte de llevar una vida digna, longeva y de calidad. La mayoría de ellas tienen como destino el mercado de consumo. Solo una minoría logra llevar una vida interior, sabia y reposada en la cuba del alma.

Existen caldos conservados en botellas que viven más años que una persona. Algunos de ellos acaban sus días bajo ojos, olfatos y estómagos indignos de semejantes rituales. Nunca sabrán, ni llegarán a entender lo que una botella de vino, de cava o de vino siente al abandonar la paz y el silencio de su templo. Esa posición de reposo y de conocimiento que un día abandonó , la cual le permitía comunicarse a diario con el corcho, para acabar erguida en una mesa.

Cada uno de nosotros somos como alguno de esos caldos. Da lo mismo que unos seamos más nobles, en el sentido social de la palabra que otros. Que tengamos o no denominación de origen. No importa nuestro color, sabor o apariencia. Lo que cuenta el día del descorche, es el grado de autofermentación o de perfeccionamiento que cada uno de nosotros hayamos podido alcanzar. Antes de ser arrebatados, abiertos, catados e ingeridos por la tierra. Por el mismo suelo que un día dio vida a esa uva.

José Luis Meléndez. Madrid, 18 de noviembre del 2018.
Fuente de la imagen: wikimedia.commons.org

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