Poco después de llegar al andén de la estación de RENFE, apareció ella. Lo hizo de una forma discreta. En lugar de alejarse y acomodarse a lo largo de la estación, optó por situarse a dos escasos metros de donde me encontraba.
Durante los quince minutos aproximados que tardó en llegar el tren, tuve tiempo de dirigirle alguna mirada, mientras ella, apoyada en la pared consultaba absorta y de una forma casi ausente su smartphone.
La expresión impasible de su rostro unida a los movimientos casi imperceptibles de su mano y la agradable y bella constitución y proporción de su cuerpo, desprendían una sensación de paz y de calma que le impedían a uno alejarse de su lado.
Por el estilo de su peinado negro, la redondez de sus ojos castaños, la naturalidad de su atuendo y los rasgos de su rostro, deduje que se trataba de una mujer de algún país árabe.
Pronto presentí que su presencia se había convertido en un imán que me impedía abandonar la distancia de seguridad y/o de acercamiento que ella misma había establecido.
Sus ojos eran como dos astros dotados de gravedad propia y sus labios carnosos sin pintar, un oasis en mitad del desierto ardiente que nos separaba.
En apenas unos minutos mi corazón y mi espíritu dejaron de pertenecer a este mundo para adentrarse en aquella atmósfera olvidada y seductora del planeta venus.
Las luces del tren se veían a lo lejos, y, antes de que hiciese su entrada en la estación, los altavoces de la megafonía reclamaron la atención de todos los viajeros que esperábamos impacientes su llegada, informándonos que el tren en cuestión, iba a efectuar su trayecto sin parada.
Una vez que la voz altisonante, y por qué no decirlo, desagradable de la operadora terminó afortunadamente de hablar, la joven, que hasta entonces permanecía sin inmutarse a escasos metros de distancia, exclamó, mientras me miraba y se acercaba: -"¿sin parada?".
La joven, pareció recuperar la vida mientras compartía esas dos primeras palabras de acercamiento, acompañadas de su mirada que como dos ráfagas de luz divina, despedían cada uno de sus ojos. En ese momento las fronteras, las distancias, los idiomas e incluso las diferencias de edad existentes, dejaron de existir.
Mientras el tren comenzó a efectuar su entrada en el andén, ambos caímos en al cuenta de que en el interior de sus vagones el tren transportaba viajeros, momento en el cual aproveché para responderla: - ¡Está claro! Se han equivocado, afirmación que compartió repitiendo la misma frase.
Una vez que el tren realizó su parada y se abrió una de las puertas del vagón tuvimos la ocasión de entrar juntos mientras continuábamos la conversación.
Ya en el interior, consideré la posibilidad de tomar asiento libre o de seguir la magia de aquel encuentro. En décimas de segundo tomé la determinación de sorprenderme a mi mismo y procedí a sentarme al lado de ella.
Durante escasos segundos permanecí en silencio con la intención de constatar si esa sensación agradable y arrolladora que empezaba a embargarme, era recíproca. Quería transmitirle y devolverle esa sensación de tranquilidad seductora que ella desprendía. Tampoco quería que se sintiese acosada y decidí esperar su reacción y de paso dejar que eligiese el hipotético tema de conversación.
Al poco tiempo, la joven retomó la conversación de una forma más entusiasta y participativa, señal de que mi gesto de acercamiento y de compañía había sido de su agrado.
Desde ese momento ambos fuimos testigos de cómo nuestros corazones y nuestras almas, nuestras miradas, nuestro tono de voz y nuestro ritmo de interlocución se acompasaron haciendo que aquella comunicación sin filtros y sin dobleces, superase en calidad y cantidad a las de las personas más allegadas.
Esa sensación telepática de compartir la misma energía o de pertenencia mutua, fue la causante de que el primer día compartiésemos el mismo tren, el mismo vagón y el mismo asiento virtual, mientras nuestro aliento, nuestras miradas, nuestros gestos y nuestro olor corporal terminaron por convertirse en uno solo.
Antes de llegar a la siguiente estación, lugar de trasbordo obligado para todos los viajeros, como consecuencia de las obras de mejora que la empresa ferroviaria acomete desde hace meses, me dirigí a ella para preguntarle cual era su destino, con objeto de disponer de tiempo suficiente para despedirnos y en su caso, intercambiar nuestros contactos.
Su destino era la estación de Recoletos y la mía Atocha. Al bajar los dos en Chamartín desde Fuente de La Mora, animados por el fragor de la conversación me invitó a tomar el tren suyo, dirección Alcalá de Henares, después de confirmar que nuestros dos destinos confluían en la misma línea.
De Chamartín a Nuevos Ministerios y de Nuevos Ministerios a Recoletos. Dos estaciones y dos cielos más para seguir deleitándonos, compartiendo sonrisas, complicidades y pálpitos mutuos, cuando no recíprocos.
Al volver a entrar de nuevo juntos en otro trayecto la sensación de unión y de complicidad fue creciendo. Ella, en esta ocasión, ignoro si de forma cómplice, se sentó en un apartado del vagón reservado para dos personas. Durante el tiempo que duró el trayecto la invité a visitar este blog a lo cual accedió prometiéndome que en sus tiempos libres lo leería.
Después me presenté e intercambiamos nuestros nombres, momento que aproveché para facilitarle mi teléfono. Emocionaba ver la alegría y la naturalidad con la que accedió a registrarlo en su móvil, mientras me preguntaba con una sonrisa cómplice el nombre con el que quería ser guardado en su agenda.
El adiós no fue triste. Me despedí de ella con la sensación de que después de esta estación volveríamos a vernos. Seguramente después de este túnel sin parada que me hace interminable su ausencia.
Hoy, el aroma y el humo de ese café pendiente, me ha evocado esta nube rosa de ensueño, gracias a la cual he podido escribir estas líneas.
José Luis Meléndez. Madrid, 22 de julio del 2024. Fuente de la imagen: wikimedia.commons.com
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