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23 de julio de 2020

Hospitales

La pluma en ristre rinde homenaje a todos los sanitarios, a través de este artículo.

La vida enferma es la que se lleva en el exterior de estos recintos

Las consultas externas en los hospitales nos hacen reflexionar sobre la temporalidad y la fragilidad de la vida humana. La primera señal que le indica a uno que acaba de entrar en otra ciudad, es la indumentaria del personal sanitario. Una prenda que junto a las paredes exteriores del edificio, delimita la frontera entre dos mundos: el de la salud y el de la enfermedad; el del dolor y el de la normalidad.

Existen dos formas de acudir o de estar en un hospital: como visitante o como enfermo. El visitante en ocasiones sufre de manera injusta más en la sala de espera, que el enfermo anestesiado en el quirófano. Por este motivo conviene dirigirse a él con el calificativo de segundo enfermo.

El enfermo real es atendido, tratado y cuidado. No así el segundo enfermo que ve como su preocupación y nerviosismo se acentúa según se aproxima a la habitación, al quirófano o al historial del paciente. Por este motivo el paciente es llamado paciente, valga la redundancia. Por su inconmensurable paciencia, y por los sacrificios que se ve obligado a llevar a cabo, con el fin de que esta sea lo menos gravosa, como es el hecho de hacer caso omiso a la belleza del personal femenino que le cuida y atiende. Circunstancia injusta, ya que dicho comportamiento ejemplar no está gratificado en los reglamentos internos de estos centros.

No menos hazañas le deparan al visitante desorientado que acude por primera vez al centro sanitario con objeto de interesarse y ofrecer su ayuda al paciente. Porque el circuito que ha de recorrer el recién llegado, antes de llegar al mostrador de recepción (primera sala de espera con la que se encuentra), y a la habitación del familiar, suele convertirse la mayoría de las veces en un interminable paseo por el laberinto que forman las subidas y bajadas con las que tiene que enfrentarse el intrépido y bondadoso acompañante.

Las salas de espera son habitaciones acomodadas destinadas a las visitas. Son también el espacio físico y emocional que separa la enfermedad y la salud, el personal médico de los pacientes y visitantes, y al enfermo de los suyos.

Desafortunadamente no todo el personal que acude al centro entra dentro de lo que podría entenderse como seres queridos, lo cual hace que en ocasiones  provoque más males que remedios al paciente. Los nervios, la incertidumbre, y el lento transcurso del tiempo que ocasiona la estancia en estos espacios públicos, son lo suficientemente intensos para provocar alguna visita a la cafetería; lugar ideal y apropiado para que los acompañantes se relajen, desinhiban mientras intercambian información de diversa índole como la facilitada y en su caso ocultada al enfermo, por parte del personal médico.

Un gran servicio que ha de reconocerse se manera pública, y que no sería posible, sin el equipo médico que de igual manera forman los camareros. No solo por  ayudar al cliente, al paciente y a los facultativos, a recuperar las fuerzas físicas y psicológicas, sino en atender también al personal que integra cada miembro de su equipo.

Los pasillos a su vez son válvulas de escape que permiten desconectar y recargar energías. Son las avenidas principales que conectan las habitaciones y las personas; el espacio público por el cual las personas que transitan pueden relajarse, socializarse y compartir sus experiencias.

Los colores fríos, formados por los tonos verdes y azules tanto de la vestimenta como de las paredes del recinto relajan el estado anímico del paciente, contribuyendo de esta forma a su bienestar. Dentro de las habitaciones, y ante la falta de compañía y de llamadas telefónicas, la televisión intenta humanizar de una forma artificial las estancias prolongadas de sus ocupantes, o al menos mantener la calidez emocional de lo que sin ella sería una fría estancia solitaria. Por el contrario las flores que entran en ellas terminan por contagiarse de ambiente, y suelen salir al contario que nosotros, peor de lo que entraron.

La enfermedad no tiene que suponer una experiencia negativa; todo lo contrario. Para muchas personas esta circunstancia ha supuesto una oportunidad para la interiorización, la reflexión, y para vivir de una manera más intensa esta experiencia única que es la vida.

Algo bueno tienen los hospitales, y son las relaciones que se establecen dentro de ellos. Relaciones profundas e inolvidables gracias al ambiente creado por los facultativos, y que hace que uno salga cargado de una mayor humildad y humanidad, especialmente en el irremediable momento de la desnudez. La cercanía y la comunicación del personal sanitario son el mejor tratamiento que puede y debe recibir un paciente. Y el contacto verbal y físico la mejor anestesia emocional, ya que tiende a minimizar el dolor y hacer la estancia más humana y a la vez llevadera.

En los hospitales los gestos recobran su verdadera importancia y su mayor significado. Una mirada o un apretón de manos tienen en la mayoría de las ocasiones mayor efecto que el de una conversación. La mano tendida del médico (o de la enfermera), aumenta nuestra confianza con él y con nosotros mismos, y nos recarga de nuevas energías para afrontar con más ánimos el trance. Su efecto prolongado suele ser en ocasiones tan cercano e íntimo que algunos de sus miembros pueden llegar a ser considerados como miembros de la familia.

Existe sin embargo un dolor que nos llevaremos a casa el día del alta, ya que será imposible que por motivos de la distancia, puedan tratarlo los doctores, y es el de la vuelta a la vida cotidiana. Porque la vida enferma es la que se lleva en el exterior de dichos recintos.

José Luis Meléndez. Madrid, 15 de abril del 2018
Fuente de la imagen: wikimedia.commons.org

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