Si no fuera por el contestador y porque uno coge las llamadas al día siguiente, uno jamás tendría un feliz cumpleaños
Los cumpleaños no son fiestas: son días muy tristes. A fecha de hoy no conozco a nadie al que le alegre cumplir años. Sin embargo cuando uno coge el teléfono y se pone al habla, todos exclaman lo mismo: - ¿Te pasa algo?, ¿te encuentras bien?
El pretexto a la hora de llamar al homenajeado no es otro que el de jorobarle el día y recordarle a uno que el tiempo pasa para todos igual. Una forma de venganza colectiva y de consuelo personal en el que el emisor de manera subjetiva le lanza al receptor la respuesta a su anterior e indeseada felicitación: “no haberme llamado tú antes”.
Pero las llamadas telefónicas no son el único suplicio al que se enfrenta el recién nacido. El regalo es la excusa ideal para darle a uno de manera personal el tostón, y de paso indagar sobre los aspectos más íntimos de su persona. Los dulces después de las llamadas y de las visitas son los otros protagonistas del día. A falta de regalos son obsequios por medio de los cuales los familiares y amigos intentan (la mayoría de las veces sin conseguirlo), compensar los amargos momentos del anfitrión. Por este motivo hace años decidí ausentarme este día tan señalado para todos menos para mí, por la sencilla razón de que uno no decide venir a este mundo, cosa que la gente parece ignorar.
Para que la operación evasiva y disuasoria surta efecto, y culmine con éxito, es recomendable llegar a casa tarde o en las horas menos comerciales del día, como son la hora de la siesta o la de acostarse. De esta forma se evita el impulso de coger el teléfono ante una imprevisible llamada y que el aparato le recuerde a uno con la palabra mágica de siempre (felicidades), que uno es un año más viejo, antes de haberlo tomado en su mano.
Si de verdad lo que uno desea es hablar con el protagonista ese día, en lugar de dejar un mensaje, llamaría al día siguiente con objeto de cerciorarse que uno sigue vivo y ha cumplido años. Eso o presentarse como antaño en casa para demostrar un sincero interés y afecto con el destinatario. Pero lejos de cumplirse esta circunstancia el emisor cuelga y se queda satisfecho por haber quedado bien consigo mismo y con el protagonista.
Confieso no haber sufrido nunca episodios de arrepentimiento desde aquel cumpleaños en el cual me vi forzado a tomar la drástica determinación de cumplir décadas en lugar de años, aprovechando la señalada fecha y hora a la cual vine al mundo: un 28 de febrero a las diez de la noche. Con ello he conseguido rejuvenecer, contribuir a que las futuras llamadas y conversaciones sean menos frívolas y monótonas, y desahogar mi cabreo por no haber nacido dos horas después, con objeto de celebrar mi día (no el de los demás), cada cuatro años.
Este año he cumplido cinco años y medio, es decir cincuenta y cinco, y el próximo he decidido ponerme al teléfono. Será para darles envidia a todos y demostrarles el paso del tiempo. Una medida terapeútica con la cual espero que a partir de entonces desistan de próximos intentos a buen seguro ponerles en un aprieto. Sobre todo cuando les pregunte qué día es su onomástica y cuántos años cumplen.
Soplar cinco años y medio y al día siguiente viajar a los cincuenta y cinco, es algo que las personas mayores provistas de malas pulgas, son incapaces de hacer. Porque en el ánimo de reírse de los demás, terminan por olvidar de hacerlo de sí mismos. Y eso es una cuestión muy seria.
Si no fuera por el contestador y porque uno coge las llamadas al día siguiente, uno jamás tendría un feliz cumpleaños. ¿Tan difícil es dejar pasar este maldito día...?
José Luis Meléndez. Madrid, 2 de mayo del 2018
Fuente de la imagen: wikimedia.commons.org
Los cumpleaños no son fiestas: son días muy tristes. A fecha de hoy no conozco a nadie al que le alegre cumplir años. Sin embargo cuando uno coge el teléfono y se pone al habla, todos exclaman lo mismo: - ¿Te pasa algo?, ¿te encuentras bien?
El pretexto a la hora de llamar al homenajeado no es otro que el de jorobarle el día y recordarle a uno que el tiempo pasa para todos igual. Una forma de venganza colectiva y de consuelo personal en el que el emisor de manera subjetiva le lanza al receptor la respuesta a su anterior e indeseada felicitación: “no haberme llamado tú antes”.
Pero las llamadas telefónicas no son el único suplicio al que se enfrenta el recién nacido. El regalo es la excusa ideal para darle a uno de manera personal el tostón, y de paso indagar sobre los aspectos más íntimos de su persona. Los dulces después de las llamadas y de las visitas son los otros protagonistas del día. A falta de regalos son obsequios por medio de los cuales los familiares y amigos intentan (la mayoría de las veces sin conseguirlo), compensar los amargos momentos del anfitrión. Por este motivo hace años decidí ausentarme este día tan señalado para todos menos para mí, por la sencilla razón de que uno no decide venir a este mundo, cosa que la gente parece ignorar.
Para que la operación evasiva y disuasoria surta efecto, y culmine con éxito, es recomendable llegar a casa tarde o en las horas menos comerciales del día, como son la hora de la siesta o la de acostarse. De esta forma se evita el impulso de coger el teléfono ante una imprevisible llamada y que el aparato le recuerde a uno con la palabra mágica de siempre (felicidades), que uno es un año más viejo, antes de haberlo tomado en su mano.
Si de verdad lo que uno desea es hablar con el protagonista ese día, en lugar de dejar un mensaje, llamaría al día siguiente con objeto de cerciorarse que uno sigue vivo y ha cumplido años. Eso o presentarse como antaño en casa para demostrar un sincero interés y afecto con el destinatario. Pero lejos de cumplirse esta circunstancia el emisor cuelga y se queda satisfecho por haber quedado bien consigo mismo y con el protagonista.
Confieso no haber sufrido nunca episodios de arrepentimiento desde aquel cumpleaños en el cual me vi forzado a tomar la drástica determinación de cumplir décadas en lugar de años, aprovechando la señalada fecha y hora a la cual vine al mundo: un 28 de febrero a las diez de la noche. Con ello he conseguido rejuvenecer, contribuir a que las futuras llamadas y conversaciones sean menos frívolas y monótonas, y desahogar mi cabreo por no haber nacido dos horas después, con objeto de celebrar mi día (no el de los demás), cada cuatro años.
Este año he cumplido cinco años y medio, es decir cincuenta y cinco, y el próximo he decidido ponerme al teléfono. Será para darles envidia a todos y demostrarles el paso del tiempo. Una medida terapeútica con la cual espero que a partir de entonces desistan de próximos intentos a buen seguro ponerles en un aprieto. Sobre todo cuando les pregunte qué día es su onomástica y cuántos años cumplen.
Soplar cinco años y medio y al día siguiente viajar a los cincuenta y cinco, es algo que las personas mayores provistas de malas pulgas, son incapaces de hacer. Porque en el ánimo de reírse de los demás, terminan por olvidar de hacerlo de sí mismos. Y eso es una cuestión muy seria.
Si no fuera por el contestador y porque uno coge las llamadas al día siguiente, uno jamás tendría un feliz cumpleaños. ¿Tan difícil es dejar pasar este maldito día...?
José Luis Meléndez. Madrid, 2 de mayo del 2018
Fuente de la imagen: wikimedia.commons.org
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