Tenía la fisionomía esculpida por el cincel del destino, y los golpes que le asestó la vida. De estatura media y complexión media, lucía barba, y unas mejillas enrojecidas por los efectos del frío y del alcohol. Sus únicas pertenencias eran la ropa que vestía, unos cubiertos, y un envase de plástico, con el cual solía obtener unas monedas de los coches que se detenían en el semáforo próximo a su refugio.
Hace unos meses, la proximidad del invierno, y las primeras lluvias y humedades, me evocaron su recuerdo. Y antes de que llegase este frío polar y siberiano, me propuse conocerle. Llevaba muchos años viéndole en el lugar en el que residía, hace la friolera de veintiséis años en la entrada perteneciente a una antigua policlínica de Radio Televisión Española, ubicada en el número veinticuatro de la madrileña calle de Enrique Larreta. Un refugio exterior, a pie de calle, de apenas un metro y medio cuadrado de superficie.
Residir o habitar son términos que pueden resultar un tanto dañinos y ofensivos, si se tienen en cuenta las condiciones “habitacionales”, en los que vivía Bruno. Un detalle que debieran de tener en cuenta los académicos, ya que el diccionario de la lengua española, otorga el mismo significado etimológico, a los verbos “habitar” y “residir”, como es el de “vivir o estar habitualmente en un lugar y en una casa".
Bruno no habitaba, residía, ni vivía en ningún lugar, ni en ninguna casa. Eso además de un despropósito, es cuanto menos un eufemismo insultante. Una mentira que constituye una falta de consideración, y una clara ofensa hacia el aludido. Porque Bruno residía simple y llanamente en la calle, y no era inquilino de ninguna casa, ni de ningún lugar. Era dejémonos de patrañas, una persona expulsada, marginada, y olvidada por la sociedad a la que pertenecía, del lugar y de la vivienda en la que entonces vivía, residía y habitaba.
¡Cuántos libros cargados de buenas intenciones se elevan por encima de los ciudadanos! ¡Cuántas instituciones los utilizan de forma retórica y demagógica con el fin de entretener a la galería con sus inmorales contradicciones! Bruno no era un vagabundo, porque aunque no tenía trabajo, tenía un refugio fijo. Tampoco era pobre, porque sus necesidades prioritarias para él, como la libertad, el pan, el agua, y el cariño de los demás, le sobraban.
No era un mendigo porque no pedía habitualmente limosna, sino préstamos a sus vecinos, que luego devolvía, con la recompensa de alguna invitación. Y sencillamente, porque daba más de lo que recibía. Tampoco era un holgazán, porque barría la acera suya, la de sus vecinos, y trabajaba pidiendo unas monedas, en unas condiciones en las que nadie lo haría.
La gente se acercaba a Bruno por lo que era, no por lo que tenía. Poseía el salón de estar más grande del mundo, cuyo mobiliario estaba compuesto por un banco público, y un árbol, que al lado de éste, actuaba de sombrilla. A escasos metros, había una silla de piedra, que formaba el escalón de la entrada principal del local. Su cama era portátil, y estaba compuesta de cartones. Sus bombillas preferidas eran las estrellas, y su lámpara y su reloj era el sol.
No necesitaba muros, puertas, ni ventanas para asomarse al mundo, porque vivía en un permanente contacto con él. La única intimidad que tenía, era la que conseguía en sus cortas visitas, a los aseos públicos de la zona. Para acceder a él, no hacía falta llamar a ninguna puerta, porque no creía en los muros, ni en las barreras que separan. El albergue en el que estuvo en una ocasión, no le dejó buenos recuerdos. Un lugar para un universitario como él no muy apto ni recomendable para establecer amistades estables, debido a la temporalidad y al acusado perfil marginal de sus inquilinos.
Bruno estaba acostumbrado a que los demás bajasen la mirada, cuando pasaban por su lado, pero no se ofendía. Sabía que no era un gesto de desprecio hacia él, sino más bien un gesto de vergüenza ajena de la sociedad hacia su injusta situación, y no hacia la persona que estaban viendo. Por ese motivo cogía las dádivas que le daban, con la amabilidad y el mismo cariño con el que se la ofrecían.
Nadie sabe si su aparente situación personal de pobreza, fue una decisión personal o la única opción a la que un día le empujó la vida. Hoy he pasado a verle, para invitarle a tomar unas latas de cervezas, con la intención de sentarme en su banco, y poder conocerle. De brindar a nuestra salud, y abrir nuestros corazones, con la llave o la pestaña metálica sobrante de nuestras latas, para inaugurar con ese sonido, el comienzo de una posible amistad.
No ha sido posible. Unos minutos antes de llegar, me percaté que Bruno no estaba, y no pude terminar de recorrer, la escasa distancia que faltaba para llegar a su refugio. Una profunda inquietud y desolación me invadió. No ver a Bruno, era como pasar por la Puerta del Sol, y no ver el Oso ni el Madroño. Era el valor añadido, la seña de identidad de la zona. La calle no era la misma, ni yo la misma persona que había llegado hace unos instantes.
A los pocos metros tuve la suerte de ver al portero de una finca próxima, mientras barría la misma acera que en otras ocasiones barrió Bruno. La conversación con Felipe, como así se llamaba, fue emotiva. Los dos compartimos recuerdos y momentos de Bruno, lo cual me animó, y permitió acercarme posteriormente al lugar en el cual Bruno estuvo más de dos décadas.
Una vez llegué a la zona, pude comprobar que los propietarios del local, habían blindado el acceso de la entrada, con unos cierres metálicos. Me entristeció la imagen, porque eso suponía que Bruno ya no podría regresar al lugar en el que durante tantos años fue lo más feliz que pudo. Felipe me informó, que tres meses antes, Bruno reconsideró su actitud, y después de despedirse de todos los vecinos, decidió irse con el SAMUR social, a un centro de acogida.
No sabemos qué será de Bruno, a partir de hoy. Si habrá decidido integrarse e iniciar una nueva etapa, o si sus recuerdos serán para él lo suficientemente intensos para hacerle volver a su anterior vida. Lo que nunca olvidará Bruno, es el día que lo perdió todo, y empezó a ganarse a sí mismo. Porque gracias a él llegó a sentirse el hombre más rico del mundo.
José Luis Meléndez. Madrid, 15 de Enero del 2017
Hace unos meses, la proximidad del invierno, y las primeras lluvias y humedades, me evocaron su recuerdo. Y antes de que llegase este frío polar y siberiano, me propuse conocerle. Llevaba muchos años viéndole en el lugar en el que residía, hace la friolera de veintiséis años en la entrada perteneciente a una antigua policlínica de Radio Televisión Española, ubicada en el número veinticuatro de la madrileña calle de Enrique Larreta. Un refugio exterior, a pie de calle, de apenas un metro y medio cuadrado de superficie.
Residir o habitar son términos que pueden resultar un tanto dañinos y ofensivos, si se tienen en cuenta las condiciones “habitacionales”, en los que vivía Bruno. Un detalle que debieran de tener en cuenta los académicos, ya que el diccionario de la lengua española, otorga el mismo significado etimológico, a los verbos “habitar” y “residir”, como es el de “vivir o estar habitualmente en un lugar y en una casa".
Bruno no habitaba, residía, ni vivía en ningún lugar, ni en ninguna casa. Eso además de un despropósito, es cuanto menos un eufemismo insultante. Una mentira que constituye una falta de consideración, y una clara ofensa hacia el aludido. Porque Bruno residía simple y llanamente en la calle, y no era inquilino de ninguna casa, ni de ningún lugar. Era dejémonos de patrañas, una persona expulsada, marginada, y olvidada por la sociedad a la que pertenecía, del lugar y de la vivienda en la que entonces vivía, residía y habitaba.
¡Cuántos libros cargados de buenas intenciones se elevan por encima de los ciudadanos! ¡Cuántas instituciones los utilizan de forma retórica y demagógica con el fin de entretener a la galería con sus inmorales contradicciones! Bruno no era un vagabundo, porque aunque no tenía trabajo, tenía un refugio fijo. Tampoco era pobre, porque sus necesidades prioritarias para él, como la libertad, el pan, el agua, y el cariño de los demás, le sobraban.
No era un mendigo porque no pedía habitualmente limosna, sino préstamos a sus vecinos, que luego devolvía, con la recompensa de alguna invitación. Y sencillamente, porque daba más de lo que recibía. Tampoco era un holgazán, porque barría la acera suya, la de sus vecinos, y trabajaba pidiendo unas monedas, en unas condiciones en las que nadie lo haría.
La gente se acercaba a Bruno por lo que era, no por lo que tenía. Poseía el salón de estar más grande del mundo, cuyo mobiliario estaba compuesto por un banco público, y un árbol, que al lado de éste, actuaba de sombrilla. A escasos metros, había una silla de piedra, que formaba el escalón de la entrada principal del local. Su cama era portátil, y estaba compuesta de cartones. Sus bombillas preferidas eran las estrellas, y su lámpara y su reloj era el sol.
No necesitaba muros, puertas, ni ventanas para asomarse al mundo, porque vivía en un permanente contacto con él. La única intimidad que tenía, era la que conseguía en sus cortas visitas, a los aseos públicos de la zona. Para acceder a él, no hacía falta llamar a ninguna puerta, porque no creía en los muros, ni en las barreras que separan. El albergue en el que estuvo en una ocasión, no le dejó buenos recuerdos. Un lugar para un universitario como él no muy apto ni recomendable para establecer amistades estables, debido a la temporalidad y al acusado perfil marginal de sus inquilinos.
Bruno estaba acostumbrado a que los demás bajasen la mirada, cuando pasaban por su lado, pero no se ofendía. Sabía que no era un gesto de desprecio hacia él, sino más bien un gesto de vergüenza ajena de la sociedad hacia su injusta situación, y no hacia la persona que estaban viendo. Por ese motivo cogía las dádivas que le daban, con la amabilidad y el mismo cariño con el que se la ofrecían.
Nadie sabe si su aparente situación personal de pobreza, fue una decisión personal o la única opción a la que un día le empujó la vida. Hoy he pasado a verle, para invitarle a tomar unas latas de cervezas, con la intención de sentarme en su banco, y poder conocerle. De brindar a nuestra salud, y abrir nuestros corazones, con la llave o la pestaña metálica sobrante de nuestras latas, para inaugurar con ese sonido, el comienzo de una posible amistad.
No ha sido posible. Unos minutos antes de llegar, me percaté que Bruno no estaba, y no pude terminar de recorrer, la escasa distancia que faltaba para llegar a su refugio. Una profunda inquietud y desolación me invadió. No ver a Bruno, era como pasar por la Puerta del Sol, y no ver el Oso ni el Madroño. Era el valor añadido, la seña de identidad de la zona. La calle no era la misma, ni yo la misma persona que había llegado hace unos instantes.
A los pocos metros tuve la suerte de ver al portero de una finca próxima, mientras barría la misma acera que en otras ocasiones barrió Bruno. La conversación con Felipe, como así se llamaba, fue emotiva. Los dos compartimos recuerdos y momentos de Bruno, lo cual me animó, y permitió acercarme posteriormente al lugar en el cual Bruno estuvo más de dos décadas.
Una vez llegué a la zona, pude comprobar que los propietarios del local, habían blindado el acceso de la entrada, con unos cierres metálicos. Me entristeció la imagen, porque eso suponía que Bruno ya no podría regresar al lugar en el que durante tantos años fue lo más feliz que pudo. Felipe me informó, que tres meses antes, Bruno reconsideró su actitud, y después de despedirse de todos los vecinos, decidió irse con el SAMUR social, a un centro de acogida.
No sabemos qué será de Bruno, a partir de hoy. Si habrá decidido integrarse e iniciar una nueva etapa, o si sus recuerdos serán para él lo suficientemente intensos para hacerle volver a su anterior vida. Lo que nunca olvidará Bruno, es el día que lo perdió todo, y empezó a ganarse a sí mismo. Porque gracias a él llegó a sentirse el hombre más rico del mundo.
José Luis Meléndez. Madrid, 15 de Enero del 2017
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