Entonces estábamos más unidos y mejor cosidos que ahora
Agradezco, y en cierto modo me alivia, que no me hayan invitado al Mobile World Congress, que ha tenido lugar estos días en la ciudad de Barcelona. La razón no es otra que considero una esquizofrénica contradicción que estemos en la era de las comunicaciones, y que leamos, hablemos y nos escribamos menos que antes entre nosotros.
Si bien es cierto que estamos más conectados, no es menos evidente que también estamos menos y peor comunicados que antaño. Eso ya no hay nadie que lo dude. Por este motivo, he preferido quedarme en casa, y recordar aquella época en la que la escritura caligráfica, ese perfecto electrocardioencefalograma, nos unía más a las personas que ahora. Entonces tejíamos nuestras relaciones como una araña, con la hebra de los renglones que salían de nuestro interior, y estábamos más unidos y mejor cosidos que ahora.
Entonces los antiguos amantes sabían esperarse y soñar. La distancia les daba la capacidad de reconocer, y de afianzar sus sentimientos, en lugar de anteponer y priorizar las relaciones sexuales como hoy en día ocurre. Recuerdo bien aquellos tiempos en los era más importante el camino, que el polvo seco y árido que ofrece la senda de esos stands. ¿No es acaso un poco triste que un joven de hoy en día se case, sin haber escrito una carta de amor?
Escribir en aquella época, era algo más romántico y artesanal que mecanografiar una carta, ante la frialdad de una pantalla y el teclado de un ordenador. La correspondencia, esa bonita palabra y ese preciado valor, no coartaba nuestro tiempo y nuestra capacidad de expresión con vídeos, memes, ni pancartas. Entonces las cartas no viajaban por medio del cable, sino a través de distintas manos o personas, países, y medios de transporte.
¡Cuánta energía puesta para que la misiva llegase a su destino!, en aquellos tiempos en los que los ciudadanos se acercaban alegres al ver al cartero, en lugar de rehuirle y degradarle, desde que la tecnología entró en nuestros hogares, y el correo electrónico alejó su amable persona, y su agradable trato de nuestro contacto y de nuestros buzones.
Recibir una carta nos obligaba a buscar un momento propicio, una mesa y unas cuartillas, para celebrar este misterioso y sagrado ritual que es la escritura en el altar de nuestro escritorio. Jamás cambiaría el escritorio de mi cuarto, por el de un ordenador, ni la ilusión que daba el recibir una carta en lugar de un correo electrónico. A una carta se la podía palpar con los cinco sentidos. Se podía saborear interiormente su contenido, sentir la textura de su papel, incluso oler el perfume de su destinatario, mientras se veía su caligrafía y se escuchaba el corte del sobre, o el doblez de la cuartilla.
Nunca entenderé porqué los mayores nos enseñaron a escribir para pedir algo a los Reyes Magos, en lugar compartir y de fomentar la unión con los demás familiares y amigos. Los Reyes magos de esta forma (que contradicción), nos quitaron la magia de la escritura, que más tarde recuperamos cuando nuestros sentimientos amorosos, se despertaron con los primeros versos íntimos de la adolescencia. Una carta, además de ser personal, poseía un valioso significado. A través de ella podíamos intuir por el tipo de letra, el nivel cultural de la otra persona. Si era una persona ordenada, por la disposición del texto en el folio, limpia, e incluso despistada por la ausencia de tildes.
Sin embargo, lo cierto es hoy en día el correo electrónico lo utilizamos más con fines comerciales, y cuando nos dirigirnos a un amigo o a un ser querido, ya no le dedicamos el mismo espacio, el mismo tiempo y las mismas energías. Ni nos abrimos interiormente como lo hacíamos antes. Es como si nosotros mismos de manera inconsciente reconociéramos que esa no es nuestra letra, que es la letra fría y tipográfica de un ordenador, de una máquina.
Una carta de amor escrita y enviada por ordenador no tiene la credibilidad y la autenticidad de una carta manuscrita entregada en mano y leída por tu chico o tu chica al calor del fuego. Lo siento, pero tampoco cambiaría el restringido espacio de un tweet, de un mensaje de texto, o de un whatsapp, por el de una postal manuscrita.
La carta y la correspondencia daban tiempo a que las relaciones se fraguasen como en la buena cocina, a fuego lento, y a la vez fomentaba valores como la paciencia, la perseverancia, la reflexión. Entonces la escritura nos permitía analizar nuestros sentimientos, y estar más seguros de ellos. Y quizás sea esta una de las razones, por la cual, las parejas de antes se querían y duraban más.
Hoy por el contrario la inmediatez de las comunicaciones no nos proporcionan el tiempo necesario y suficiente para que germinen y fructifiquen nuestras relaciones. Ni a que nuestras emociones se transformen como antaño, en nobles sentimientos. Por todo ello, me resisto a abandonar mi folio, mis útiles de escritura, y mi escritorio. A dejar de pasear, de sellar, y de entregar a mis lectores en el buzón de La Pluma en Ristre, estas cartas entregadas al viento.
José Luis Meléndez. Madrid, 19 de Marzo del 2016
Agradezco, y en cierto modo me alivia, que no me hayan invitado al Mobile World Congress, que ha tenido lugar estos días en la ciudad de Barcelona. La razón no es otra que considero una esquizofrénica contradicción que estemos en la era de las comunicaciones, y que leamos, hablemos y nos escribamos menos que antes entre nosotros.
Si bien es cierto que estamos más conectados, no es menos evidente que también estamos menos y peor comunicados que antaño. Eso ya no hay nadie que lo dude. Por este motivo, he preferido quedarme en casa, y recordar aquella época en la que la escritura caligráfica, ese perfecto electrocardioencefalograma, nos unía más a las personas que ahora. Entonces tejíamos nuestras relaciones como una araña, con la hebra de los renglones que salían de nuestro interior, y estábamos más unidos y mejor cosidos que ahora.
Entonces los antiguos amantes sabían esperarse y soñar. La distancia les daba la capacidad de reconocer, y de afianzar sus sentimientos, en lugar de anteponer y priorizar las relaciones sexuales como hoy en día ocurre. Recuerdo bien aquellos tiempos en los era más importante el camino, que el polvo seco y árido que ofrece la senda de esos stands. ¿No es acaso un poco triste que un joven de hoy en día se case, sin haber escrito una carta de amor?
Escribir en aquella época, era algo más romántico y artesanal que mecanografiar una carta, ante la frialdad de una pantalla y el teclado de un ordenador. La correspondencia, esa bonita palabra y ese preciado valor, no coartaba nuestro tiempo y nuestra capacidad de expresión con vídeos, memes, ni pancartas. Entonces las cartas no viajaban por medio del cable, sino a través de distintas manos o personas, países, y medios de transporte.
¡Cuánta energía puesta para que la misiva llegase a su destino!, en aquellos tiempos en los que los ciudadanos se acercaban alegres al ver al cartero, en lugar de rehuirle y degradarle, desde que la tecnología entró en nuestros hogares, y el correo electrónico alejó su amable persona, y su agradable trato de nuestro contacto y de nuestros buzones.
Recibir una carta nos obligaba a buscar un momento propicio, una mesa y unas cuartillas, para celebrar este misterioso y sagrado ritual que es la escritura en el altar de nuestro escritorio. Jamás cambiaría el escritorio de mi cuarto, por el de un ordenador, ni la ilusión que daba el recibir una carta en lugar de un correo electrónico. A una carta se la podía palpar con los cinco sentidos. Se podía saborear interiormente su contenido, sentir la textura de su papel, incluso oler el perfume de su destinatario, mientras se veía su caligrafía y se escuchaba el corte del sobre, o el doblez de la cuartilla.
Nunca entenderé porqué los mayores nos enseñaron a escribir para pedir algo a los Reyes Magos, en lugar compartir y de fomentar la unión con los demás familiares y amigos. Los Reyes magos de esta forma (que contradicción), nos quitaron la magia de la escritura, que más tarde recuperamos cuando nuestros sentimientos amorosos, se despertaron con los primeros versos íntimos de la adolescencia. Una carta, además de ser personal, poseía un valioso significado. A través de ella podíamos intuir por el tipo de letra, el nivel cultural de la otra persona. Si era una persona ordenada, por la disposición del texto en el folio, limpia, e incluso despistada por la ausencia de tildes.
Sin embargo, lo cierto es hoy en día el correo electrónico lo utilizamos más con fines comerciales, y cuando nos dirigirnos a un amigo o a un ser querido, ya no le dedicamos el mismo espacio, el mismo tiempo y las mismas energías. Ni nos abrimos interiormente como lo hacíamos antes. Es como si nosotros mismos de manera inconsciente reconociéramos que esa no es nuestra letra, que es la letra fría y tipográfica de un ordenador, de una máquina.
Una carta de amor escrita y enviada por ordenador no tiene la credibilidad y la autenticidad de una carta manuscrita entregada en mano y leída por tu chico o tu chica al calor del fuego. Lo siento, pero tampoco cambiaría el restringido espacio de un tweet, de un mensaje de texto, o de un whatsapp, por el de una postal manuscrita.
La carta y la correspondencia daban tiempo a que las relaciones se fraguasen como en la buena cocina, a fuego lento, y a la vez fomentaba valores como la paciencia, la perseverancia, la reflexión. Entonces la escritura nos permitía analizar nuestros sentimientos, y estar más seguros de ellos. Y quizás sea esta una de las razones, por la cual, las parejas de antes se querían y duraban más.
Hoy por el contrario la inmediatez de las comunicaciones no nos proporcionan el tiempo necesario y suficiente para que germinen y fructifiquen nuestras relaciones. Ni a que nuestras emociones se transformen como antaño, en nobles sentimientos. Por todo ello, me resisto a abandonar mi folio, mis útiles de escritura, y mi escritorio. A dejar de pasear, de sellar, y de entregar a mis lectores en el buzón de La Pluma en Ristre, estas cartas entregadas al viento.
José Luis Meléndez. Madrid, 19 de Marzo del 2016
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