El Retiro más que para verlo, pasear o estar, es un espacio para sentirlo
Considero en cierto modo injusto que los parques urbanos hayan sido siempre considerados lugares de esparcimiento, más que de encuentro. Diversión, recreo, desahogo, son innumerables las actividades que pueden tener cabida y desarrollarse en estas zonas verdes, pero no hay huella más indeleble que pueda llevarse el visitante de un parque, y es la relación con él a través de todos sus sentidos. Tal vez por este motivo el mayor número de visitas que he realizado al Retiro han sido a título personal, es decir, solo.
Hace años, tuve la suerte de descubrir un lugar mágico en El Retiro. Se trata de una zona tranquila, frondosa y verde. En un discreto y oculto cruce de sendas, trasluce el sol bajo una grandiosa bóveda verde que me envuelve y que forman las copas de los árboles que me cobijan.
Los aligustres laterales marcan y jalonan las distintas veredas sombrías, dejando entreabiertos algunos espacios, que, bajo forma de puertas, invitan al viandante a adentrarse en distintos recintos, capaces de llenar de sensaciones profundas y placenteras su estancia. Mientras, el visitante puede recorrer de una forma pausada todos esos caminos de arena, embelesado, sin apenas darse cuenta, entre la armonía sonora del silencio y el canto de las aves, intentando interiorizar cada uno de sus recovecos, con la intención de llevarse fotografiada en su interior una de las mejores pinacotecas naturales.
Sobran las palabras, pienso, mientras permanezco sentado y absorto, contemplando y sintiendo los estímulos que van adueñándose de mí. En ciertas zonas y lugares de cualquier parque, y, de una forma especial en este, debería de estar prohibido hablar, concluyo. Cuando uno habla, resta el protagonismo merecido a los moradores de dicho ecosistema. El silencio constituye una muestra de respeto y a la vez de adaptación al nuevo medio.
Solo desde el silencio puede uno transformarse en esa esponja, capaz de absorber los estímulos que va percibiendo en forma de regalo de cada una de esas sensaciones tal vez conocidas, pero en cierto modo olvidadas. Solo así uno puede ser consciente y percibir cada una de las sensaciones que le van llegando.
Este mundo, el mundo que ahora, en estos instantes habito, no entiende de palabras. Aquí los gestos o el movimiento, a través del lenguaje corporal y el sonido de las aves, del agua o del ulular del viento, son los únicos idiomas oficiales. Estos son los únicos y verdaderos dialectos que deberían escucharse en cada una de las visitas humanas que recibe el parque.
Desde este cruce de caminos, transcurren los viandantes con rostros relajados, como si los árboles, a lo largo de su recorrido, hubieran absorbido, al igual que el Co2 de los coches, toda su energía negativa.
Según pasa el tiempo, uno llega a sentirse más seguro y protegido. Sabedor de que nadie puede engañarle ni herirle. Solo así uno es capaz de relajarse y de alegrarse al mismo tiempo, al sentirse acompañado por seres que como criaturas amigas e inofensivas, al contrario que la especie humana, saben respetan el lugar que uno ocupa, a pesar de poseer más derechos adquiridos, por el mero hecho de residir todo el año en este lugar tan acogedor como entrañable.
Algunas de ellas, como las ardillas o algún polluelo de urraca, escoltado y autorizado por su madre, se aproximan para interactuar y conseguir su propósito en forma de frutos secos o de alguna miga de pan.
Al cabo del tiempo uno nota como la respiración además de ser más lenta, se hace a su vez más profunda. El reposo y la quietud de las hayas inundan de una profunda calma y serenidad el cuerpo y el alma que hace apenas unos minutos atravesaban las puertas de este paraíso.
La armonía reinante se hace cada vez, de una forma paulatina, más palpable, gracias al movimiento de las aves y la quietud de los árboles. Todas las especies que viven aquí dentro son capaces de sentir esa misma armonía. Cualquier observador puede comprobar que se mueven de una forma más pausada y con menos sigilo que los mismos ejemplares de su especie que viven y residen en el exterior del parque.
Atrás han quedado aquellas visitas, paseos, estancias y citas de aquella juventud. Hoy he sido capaz de plasmar, a costa de infructuosos intentos pasados, captar las distintas lenguas y culturas que posee y alberga el Retiro. El Retiro, hoy puedo decir que más que un espacio para pasear, estar o verlo, es un espacio para sentirlo.
Como su nombre indica es un lugar de retiro y por tanto de encuentro, más que de evasión. Los Jardines del Buen Retiro, gracias a la interacción que ofrecen al visitante por medio de su naturaleza, le permiten a uno, de una forma simultánea, abandonar por unos minutos la agitada vida, y, volver a conectar con el universo interior, que hace tiempo tenía olvidado.
Lo más duro, sin duda, es abandonar este enclave sin saber agradecer a todas y cada de las criaturas que pueblan este recinto, la paz que a uno le regalan y se lleva. Tal vez con el propósito de que vuelva pronto. Los árboles se despiden y nos esperan con sus ramas o brazos abiertos. Como si desearan y esperasen ser abrazados para quedarse también con el recuerdo de nuestra inolvidable visita.
José Luis Meléndez. Madrid, 25 de mayo del 2024
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