El ser humano solo entierra a sus muertos, no a sus víctimas
Me he vuelto a equivocar. De nuevo me he convertido en la víctima de mi propia idealización. Hoy no es solo un día de muertos. Es también un día de entierro. Un día que no por menos duro que una muerte natural, se convierte en un día fácil. Porque dar muerte y entierro a un ser vivo, en su forma figurada, no es algo que, afortunadamente, ocurra de una forma frecuente.
Por este motivo, y con esta excusa, voy a permitirme la licencia de ahorrarme un falso duelo. Eso supondría volverme a engañar o permanecer en el autoengaño en el que he vivido durante décadas. Creyendo que significaba para el finado/a algo más de lo que yo pensaba o creía.
El verbo creer me ha jugado de nuevo una mala pasada. De nada sirve, como dicen, que la fe mueva montañas, cuando la verdad, por medio de la realidad, se apodera de ella. Entonces el montículo se convierte en lo que antes era: un desierto.
El entierro simbólico e imaginario ha tenido lugar hace escasas horas, en las inmediaciones de mi domicilio. En un hoyo del descampado ya descansa la imagen del difunto/a. En el reverso de dicha instantánea, han quedado escritas las emociones, impresiones y recuerdos fingidos que han dejado de formar parte de esta relación, desde ese mismo momento. Después de cubrir el agujero con una cara de circunstancias, se me han escapado unas gotas de agua de la botella, que han hecho las veces de lágrimas. Un ritual hecho a la medida y catadura del personaje.
Una escena en apariencia excéntrica si no fuera porque después de hacer números, he llegado a la siguiente conclusión: todos tenemos más muertos vivientes que difuntos reales. Sin embargo nadie habla de los cadáveres vivos que va dejando por el camino. Pero mucho menos del cementerio en el cual se encuentran. La razón es obvia: el ser humano solo entierra a sus muertos, no a sus víctimas.
Hoy es un día de celebración, porque, siendo exepcionalmente optimista, puedo afirmar que he tenido la inmensa suerte de darme cuenta antes de tiempo, hecho que me permitirá irme un poco menos engañado de lo que me temo, haremos todos.
La experiencia me ha hecho admirar aún más a todas esas personas vocacionales y solitarias que un día se dieron cuenta que la soledad elegida es mucho menos efímera, interesada y tóxica que las dinámicas que existen en las relaciones de grupos. Porque hay yenas humanas que se alimentan de las vísceras de su misma manada. Tal vez ese reconocimiento y esa constatación, sea una de las razones por las cuales, cada día me importa menos morir solo. Si eso supone hacerlo en paz y sin ningún sospechoso al lado, me iría desde luego más limpio y tranquilo.
A lo largo de mi vida puedo decir que llevo alimentadas, varias manadas de yenas. Sus ataques nunca son solitarios. Para ello suelen tramar con alguna compañera su plan de ataque, después de marcar a su presa. Suelen elegir la noche o las oscuridades del día para emitir esos aullidos-ladridos, tan peculiares y característicos, que se parecen a los de una risotada macabra humana; gritos gracias a los cuales mantienen la cohesión de la manada. Esa es la forma que tienen de "llenar" su estómago, y la actividad a la cual se ven en la necesidad de recurrir, con objeto de dotar a su vida de su mayor sentido.
Nada pues de lamentos. Me considero un ser privilegiado. Gracias a la calidad de mis proteínas, tan demandadas como enriquecedoras, para estos tiernos y adorables animalitos, hoy puedo seguir escuchando los cuchicheos y chillidos que emiten, mientras devoran mi carne y rebañan, como buenas carroñeras que son, mis huesos.
Y eso, para un amante de los animales, constituye una obra de amor inconmensurable, gracias a la cual, consigo saciar su hambre de odio.
José Luis Meléndez. Madrid, 10 de febrero del 2024. Fuente de la imagen: wikimedia.commons.org
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