Espíritu navideño es saber ponerse al lado de los que sufren
Me pregunto, en estas "fiestas", si todo el despilfarro inmoral gastado en comidas excesivas y ostentosas, loterías que nunca tocan, o regalos innecesarios y/o superfluos lo donásemos a una institución de reputada seriedad que se comprometiese a certificar ante notario, que el destino de cada una de esas partidas llega a sus destinatarios, a través de los medios de comunicación.
O si donásemos directamente ese dinero a las personas que vemos todos los días del año, que viven en condiciones infrahumanas, apostados en las calles. ¿No estaríamos contribuyendo de veras a un mundo más humano y solidario, en lugar de hacerlo a través de deseos impostados, que para más inri, nunca llegan a cumplirse?
Según la OCU, los españoles gastaremos estas Navidades, 745 euros. Suponiendo que la cifra fuese la mitad, pongamos 400 euros extras, si restamos el número de niños y adolescentes y consideramos que España tiene 40 millones de habitantes, en lugar de los 48.446.594 actuales, el presupuesto ascendería a 16.000.000.000, es decir, dieciséis mil millones de euros, el presupuesto equivalente a un ministerio. Faltaría multiplicar esta cifra por los países que celebran la Navidad. Supongamos que son cien. Nos daría una cifra de 1.600.000.000.000, es decir, de mil seiscientos millones de euros, dinero suficiente para acabar con el hambre en el mundo.
Desear felicidad exclusivamente en una etapa del calendario, es una hipocresía. La felicidad no hay que desearla, hay que procurarla material y espiritualmente. Y si los deseos manifestados no se corresponden con los hechos, nos encontramos ante un flagrante caso de hipocresía social.
Me conformaría si empezáramos a invertir ese capital con personas con las cuales nos unen auténticos lazos de amor y de amistad. Con ello estaríamos consiguiendo algo inaudito: ser sinceros con nosotros mismos y los demás en estas fechas. Sería un bonito comienzo para dejar de establecer relaciones frígidas, carentes de emotividad y afecto. Relaciones más impuestas por el calendario que nacidas de la naturalidad y la espontaneidad.
Resulta anacrónico ver en una democracia, como hay personas que están deseando que llegue la Navidad, para someterse durante treinta días, a las cuatro dictaduras de las que consta esta etapa del año, como son su dictadura social (hay que relacionarse), espiritual (hay que asistir a los oficios), económica (hay que consumir más que durante el resto del año) y gastronómica (hay que comer y beber los mismos productos que impone el ritual).
Hace tiempo me di cuenta que el espíritu navideño no es un espíritu sano. Es un espíritu que está corrompido, que no es consecuente con el mensaje genuino de estas fechas, como es la práctica de los valores espirituales y morales sobre los materiales. Que no es un espíritu libre. Por eso aún, me sigue sorprendiendo la forma en la que la gente celebra las fiestas, que para más inri, son impuestas.
Celebrar el espíritu de la pobreza en medio de tanta ostentación considero por tanto que es una incuestionable aberración ante el pobre recién nacido. Es una falta de educación y una cruel humillación hacia todas las personas que como consecuencia de la guerra, de las catástrofes naturales, del hambre y de tantas y tantas calamidades no tienen ni medios ni fuerza moral para celebrarlas. Mucho menos constituye un gesto de amor y de paz, como se preconiza desde los altares.
Pero la Navidad no solo tiene sus víctimas humanas, formadas por aquellos que de forma indirecta se ven inducidos a celebrarla, también tiene sus víctimas mortales, como todos aquellos que mueren en los desplazamientos. Y no podemos olvidarnos de la cantidad de animales y de seres vegetales (que también son prójimo e hijos del creador), que se sacrifican en estas fechas para saciar de manera exclusiva nuestra desproporcionada y desmedida gula navideña.
La Navidad, más que alegre, pienso que debe inducir a la reflexión. A una reflexión que no tiene que ser espiritual necesariamente. Puede ser también una introspección personal. Admiro por tanto a todas aquellas personas inteligentes que para divertirse no necesitan armar jaleo ni mantener en vigilia a los vecinos. Que son capaces de exteriorizar sus estados de ánimo de una forma civilizada y que respetan la Nochebuena de los demás no condenándolos a pasar una “mala noche”. Que saben diversificar su tiempo con distintas actividades a través de paseos, lecturas, tertulias, juegos de mesa, películas, vídeos o fotos familiares para fortalecer los lazos.
Ese tipo de personas molestas y tóxicas a las que me refería anteriormente, carecen por completo de espíritu navideño. El espíritu navideño nunca es egoísta, ni antepone los derechos de uno sobre los del otro. Cabe imaginarse la de cosas que serán capaces de hacer durante el año, las personas que en tiempo de navidad, actúan así ante los más cercanos.
Muy al contrario, existen personas admirables, que en estas Navidades, sin seguir ninguna religión, motu proprio abren su proceso interior para reflexionar y pensar como pueden ayudarse a sí mismos y a los demás. Pero reconocer el marcado carácter espiritual de estas fechas no implica desatender el aspecto intelectual. Porque preguntémonos: ¿qué es un espíritu sin intelecto? Es como un cielo sin sol, o como una lámpara sin una bombilla.
La forma en la cual se celebra la Navidad atenta contra su propio significado etimológico. Si la Navidad es sinónimo de nuevo (buena y nueva), ¿cómo es posible que se celebren todas las navidades con los mismos productos, con las mismas personas, con los mismos rituales?
He reflexionado sobre este aspecto y he llegado a la conclusión de que el problema nace cuando esa festividad cristiana pasa a convertirse en una tradición social. Ahí pierde todo su significado espiritual. No es el hombre el que tiene que adaptarse a la Navidad, es la Navidad la que tiene que adaptarse a los tiempos actuales.
La opulencia es la farsa macabra de la fiesta de la pobreza, que es la Navidad. Celebrar con nuestra alegría, la tristeza, la miseria y la penuria de una mayoría de personas que habitan en infiernos terrestres, es celebrar desde el cielo, la existencia misma del infierno. La opulencia propia de estas fiestas constituye una humillación a muchas almas que merecen y esperan una mirada empática, un gesto con el cual puedan sentirse sino identificados, al menos comprendidos, acompañados y no despreciados.
Cuando uno vive en el infierno ya no teme nada. Lo único que desea es la muerte, la nada, el no ser, que es lo mismo que el no sufrimiento. Occidente vive en un infierno moral. Desde esta parte del mundo se exportan armas para bombardear a inocentes. Ellos, sus autores, dudo si conocen que ya, antes de morir, han entrado en ese infierno moral, antesala del infierno real. De esa forma sibilina, dicen que actúa Lucifer.
A veces pienso si todos estos psicópatas que bombardean a miles de personas, se han planteado en algún momento de sus vidas, la existencia de ese infierno del cual ya no tienen salida. Porque ni suicidándose podrán librarse de él. Y termino pensando que sí, que ya conocen su destino. Por eso optan por seguir adelante, sabedores de que nada ni nadie puede librarles de semejante castigo.
Si uno considera los miles de infiernos que han dejado en la tierra podemos imaginarnos las decenas de miles de infiernos que les esperan. Aprovechar bien lo que os queda de vida, muchachos. No vais a volver a saber nada de lo que es vivir dignamente, ni de los vuestros, en mucho tiempo.
Que Dios, según dicen, sacrificara su vida para ver como se corrompe su mensaje de amor y su vida, en lugar de ver muestras de solidaridad con respecto a los más necesitados, o a la gente atiborrarse cuando se le da la oportunidad de todo lo contrario, sin pensar más que en ellos y en los suyos, es no de juzgado de guardia, sino de juicio final.
La Navidad es algo más que montar un belén o talar un árbol. Es contagiarse de los valores de la pobreza y de la generosidad que ofrecen esos increíbles seres que purifican nuestro aire, haciéndolo más sano y respirable. Que nos cobijan bajo sus brazos ramificados y nos ofrecen sus frutos cuando los necesitamos. Que nos esperan cada día en el mismo lugar, sin separase nunca de nosotros.
La mejor forma de “adorar” al niño es hacerlo desde adentro hacia afuera, como lo hace el manantial que brota después de saciarse a sí mismo, y es capaz de ofrecer su agua a todos los seres. La Navidad debería ser tiempo, como su nombre indica, de renovación interior. De ese interior desde el cual podemos cambiar el mundo, igual que el manantial puede cambiar con su curso su paisaje creando nueva flora y atrayendo a más fauna.
La Navidad es algo más que montar un belén o un árbol. Es contagiarse de los valores de la pobreza y de la generosidad que ofrecen esos increíbles seres que purifican nuestro aire, haciéndolo más sano y respirable. Que nos cobijan bajo sus brazos ramificados y nos ofrecen sus frutos cuando los necesitamos. Que nos esperan cada día en el mismo lugar, sin separase nunca de nosotros.
Es algo más que estar con la familia y los amigos, porque es Navidad, y no porque sale de adentro. El espíritu navideño, es mucho más que eso: es saber ponerse al lado de los que sufren. Y muchas personas, especies vegetales (incluidos los árboles que se talan) y animales, sufren más en estas fechas por culpa nuestra.
José Luis Meléndez. Madrid, 25 de diciembre del 2023. Fuente de la imagen: wikimedia.commons.org