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19 de junio de 2020

Cita a ciegas

Recuerdo la cita. Fue en un día lluvioso, como el de hoy. Una amiga tuya, te facilitó mi correo electrónico. Días después compartimos impresiones e intercambiamos fotos. Luego se produjo tu primera llamada. Nuestras voces se entrelazaron, y se acoplaron como si se conociesen, y hubiéramos hablado en otro momento, y quien sabe si quizás en otros cuerpos.

Nos citamos un sábado, a las once de la mañana, en el Retiro. Acudimos puntuales. Paseamos como Adán y Eva por el jardín prohibido. Venías cansada, y me propusiste un café, para recuperar fuerzas. Ya en el interior, nos sentamos apartados de la barra de la cafetería. Frente a frente.  Entre los dos una mesa redonda. En el largo e imperceptible rato que hablamos, me confesaste que el sexo era muy importante para ti. Estuvimos hablando más de dos horas de manera abierta y natural, en un ambiente mágico, y de confianza mutua. Yo solo buscaba una relación de amistad equilibrada e igualitaria.

De repente comenzó a llover. La intensa lluvia se podía escuchar a través de los cristales, mientras respiraba el aroma a café, y miraba la luz de tus ojos. Ansioso por percibir  el perfume de tu aroma natural. Tu voz acompañó por unos momentos esa melodía. No me dejaste pagar. La excusa perfecta para proponerte una segunda cita.

Antes de salir del local, abrí mi paraguas. Momentos después noté como tu mano tomó mi brazo. Nunca olvidaré esa sensación. Aquella descarga eléctrica repleta de emociones, que recorrió todo mi cuerpo. El tono de nuestras voces cambió de repente, y nuestro lenguaje se hizo más plural, más nuestro. Nuestros pasos se hicieron más lentos, con objeto de eternizar ese racimo de sensaciones.

Anduvimos por espacio de un cuarto de hora, hasta que llegamos al metro. Antes de despedirnos intercambiamos nuestras gratas impresiones del encuentro, mientras nos dirigíamos una mirada cómplice. Luego vinieron los mensajes de texto. Los puntos suspensivos, y los diminutivos. Nos sentíamos tan pequeños los dos, uno al lado del otro…

Yo no quería estropear ni que acabase una historia tan idílica, y decidí frenar a tiempo, y te volví a proponer mi amistad. Pero tú volviste a llamarme  cuando me negué por escrito a ir más allá. Fue entonces cuando lograste desarmarme con aquella frase que me susurraste lentamente por teléfono, y que decía: “Tú eres ¡tonnn-to!”.

En ese momento descubrí tus intenciones. Ahora dudo que se correspondiesen con tus sentimientos. La primavera puso lo demás de su parte. Las citas pasaron a convertirse en paseos, y estos a su vez en picnics anticipatorios  a los primeros encuentros.

Disfrutamos del placer del Edén,  hasta que un día fuiste sorprendida agendando una cita con un ángel negro. Nunca entenderé aquel suicidio emocional delante de mí, tan torpe y absurdo.

Hoy dejo en la mesita de este café esta carta. Para que la gente sepa que aquí comenzó una preciosa historia de amor. Un amor que fue sincero, traicionado y no correspondido.

Si algún día lees estas líneas, no pienses que fueron inspiradas en ti, sino en el ángel que un día te empujó al salir de este lugar de mi brazo, y después de llamarme tonto, me condujo hasta ti.

José Luis Meléndez. Madrid, 29 de abril del 2017
Fuente de la imagen: wikimedia.commons,org

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