Necesitamos la novedad, porque somos incapaces de sorprendernos o reinventarnos a nosotros mismos
La montaña ha terminado por venir a Mahoma. La tercera generación de móviles, ha hecho su aparición bajo forma de regalo el día de mi cumpleaños. El iphone, es decir, ese teléfono inteligente, que aunque no piensa por sí mismo, puede volverte tres veces más gilitonto de lo que estabas, mientras te entretiene y no para de enredarte, con la multitud de aplicaciones y de funciones lúdicas, que lleva incorporadas, ha hecho ante mí, su primer acto de presencia.
Pero el problema no es que nos digan que llevamos y que existen los teléfonos inteligentes. El problema empieza cuando uno asume sin pensar la jerga del mercado tecnológico, y empieza a creer de verdad que esa máquina es inteligente. En ese preciso momento, es cuando uno comienza a ser más tonto e inocente de lo que antes era. Y lo más preocupante, es que como individuos pertenecientes a esta sociedad, seguimos pagando esta inocentada, y de qué forma.
Y si no parémonos a pensar: ¿por qué los móviles, a diferencia de nuestros vehículos, solo traen el manual de equipo, y no el del usuario, advirtiéndonos de los efectos perjudiciales de su utilización, como son la dependencia, o los peligros que entraña el uso de estos aparatos mientras se conduce? ¿Cuántos muertos más por accidentes de tráfico tienen que ocurrir para que la DGT como representante del Estado, invente e implante la dichosa señal de tráfico en nuestras carreteras?
¿Por qué se les sigue considerando y denominando a estos artefactos teléfonos móviles, cuando en realidad se trata de auténticas oficinas móviles, en las cuales trabajamos a lo tonto gratis horas y horas, sin que el proveedor ni el fabricante nos remunere el tiempo y las energías invertidas? ¿Cómo es posible que existan teléfonos libres y hombres esclavos? ¿Nos hemos vuelto locos, o este es el mundo al revés? ¿O que la tecnología, al contrario que la cultura, por medio del libro, nos separe de las personas más cercanas, y nos acerque a las que tenemos más lejos? ¿Cuántas dioptrías mentales y emocionales tienen estas gafas tecnológicas que nos han puesto? Lo triste es que ni siquiera lo sabemos, por la sencilla razón de que no somos conscientes de ello.
La farsa emocional de estar acompañado, que nos proporcionan las redes sociales, al ver las imágenes de las personas conectadas o de seguidores, es la misma que separa a dos términos en apariencia idénticos, pero bien distintos, en cuanto a su significado. Me refiero a los términos de relación y de comunicación. Uno puede tener relación con cientos de amigos virtuales, pero lo que en resumen lo que define una relación es la calidad de la comunicación física, psíquica, química, emocional y no verbal que mantenemos como seres humanos. No es lo mismo por tanto olerse que verse, hablarse, mirarse y/o tocarse.
Y es que por muchas aplicaciones que existan para ligar, chatear, jugar, etcétera, mientras sigamos dependiendo de la tecnología, en lugar de que esta esté a nuestro servicio, no estaremos viviendo nuestra propia vida, sino la que algunos quieren que vivamos. Así que, la próxima vez que veamos a nuestra mascota como nos mira con cara de pena, no es que le pase algo. Lo que realmente nos está diciendo es que no le estamos haciendo el mismo caso que le hacíamos antes de que entrase ese maldito 3G en nuestra casa.
Veamos a continuación un ejemplo del grado de manipulación al que estamos sometidos. Son las 08:30 horas de la mañana. Acabo de sentarme en el vagón del Metro, y de encender el móvil básico de teclado que me acompaña desde hace años. La chica que está enfrente, se ha percatado de mi joya arqueológica, y acaba de dedicarme una mirada sin lograr disimular su perplejidad. Intento descodificar su señal visual, y traducirla al castellano: "Anda, majo, no sé cómo no te da vergüenza. Deberías de pagarnos una multa a cada uno de los pasajeros, por la penosa imagen que estás dando".
Después de diez paradas, y de haber dado tiempo a doña Perpleja (desconozco su nombre), para que volviese a la realidad virtual de su era moderna e inteligente, he sido testigo, muy a mi pesar, que esta mujer, al igual que la mitad del vagón en el cual me desplazo, no han levantado la cabeza de su pantalla en los veinte minutos que dura el trayecto. La tribu de las cabezas bajadas o de la secta del dedo, ha continuado sus oraciones, una vez que he abandonado el tren. En ese intervalo de tiempo, me ha dado tiempo de hacer varias gestiones, como ojear los titulares del día, actualizar la agenda, confirmar el itinerario con el mapa de la red, realizar una operación aritmética con la calculadora, y descansar la vista y la mente, contemplando el vagón, y los rostros de los demás viajeros. Todo esto nos lleva a formularnos la siguiente pregunta: ¿hasta qué punto lo nuevo es mejor que lo viejo?
¿Es mejor la hogaza o el pan de pueblo que dura toda la semana, o la barra de pan que tenemos que comprar todos los días, y fiestas de guardar? ¿El puchero de la abuela trabajado a fuego lento, o la comida rápida y preelaborada de ahora? ¿Los noviazgos y matrimonios de antes, que duraban toda la vida, o las uniones de hoy en día? ¿Los coches, las bombillas, y los móviles con los cuales convivimos durante años, o los actuales que se descatalogan nada más salir de la tienda?
Muchas personas parecen haberse dado cuenta del timo consumista al que estamos sometidos, y han decidido por su cuenta volver al valor genuino de lo antiguo. El auge actual del vinilo es una prueba de ello, así como el mayor número de visitas a establecimientos artesanales como las panaderías especializadas, o las de alquiler de bicicletas. Incluso el yoga, una técnica más antigua que el Cristianismo, y que nos permite parar el tiempo, la mente, y encontrarnos con nosotros mismos, sigue hoy en día en pleno auge. Pero afinemos un poco más nuestras preguntas, con objeto de llegar al centro neurálgico del debate, y pensemos bien la respuesta, antes de responder la siguiente pregunta: ¿Vivíamos mejor antes con lo antiguo, o mejor ahora con lo nuevo?
Desconozco si la primera palabra, antes de ser pronunciada por el hombre, fue un gemido, una caricia, o quizás una señal escrita. Lo cierto es que desde hace un siglo escaso, con la aparición de la calculadora, dejamos de sumar. Con la aparición de la radio y de la televisión, a no hablarnos con la frecuencia de antaño. Con el teléfono, a dejar de vernos con la misma asiduidad. Con el coche y la motocicleta a dejar de andar. Con el ordenador a dejar de escribirnos cartas. Con el portátil a ser más dependientes, desde cualquier lugar. Con el móvil a restringir y a deformar nuestro lenguaje escrito, limitando el número de caracteres, y adulterando con abreviaturas la formación de palabras. Con el libro electrónico dejamos de visitar las librerías y las bibliotecas. Con las redes sociales nos hemos vueltos más solitarios, dependientes y retraídos, y el whattsapp, nos ha abstraído y hecho volver a escribir con un dedo, como en su día lo hicieron nuestros antepasados.
¿Hacia dónde vamos?, o mejor dicho: ¿hacia dónde nos lleva esta vorágine? ¿Llegaremos a conocer los robots auténticos, antes de convertirnos en uno de ellos? ¿Será la burbuja tecnológica, la próxima en estallar en nuestras propias manos? Si hay un concepto que separa lo antiguo de lo nuevo, es el factor tiempo. Y es precisamente el que otorga a nuestras cosas el valor simbólico y emocional de lo antiguo. Eso que sus adeptos denominan el alma de lo antiguo. Lo antiguo pasa así a tener un significado intrínseco y arcaico para nosotros. Pero lo antiguo no solo hace referencia a las cosas. Todo está sometido al inexorable paso del tiempo, como las costumbres. Hoy recuerdo aquella época en que lo antiguo y lo educado era saludarse en las paradas de autobuses, ser más solidarios, y dedicarnos más tiempo para reunirnos y escucharnos los unos a los otros.
Nos han robado el tiempo. Por mucho que nos duela reconocerlo, han llevado a cabo su propósito, con tanto achiperre y tanta artimaña, que apenas seguimos sin darnos cuenta. Pero el tiempo corre, y no es oro, como algunos pretenden hacernos creer. El tiempo, como decía el Profesor José Luis Sampedro, es vida. Aquí y ahora. Vida que desperdiciamos y arrojamos a la basura del entretenimiento, más que a al conocimiento y a la auto realización personal, día tras día. Una auténtica traición a nosotros mismos, que nos impide exteriorizar lo que realmente somos, y vivir nuestra vida, en lugar la de otros.
Necesitamos la novedad, porque somos incapaces de sorprendernos o reinventarnos a nosotros mismos. Olvidar por unos instantes al marido o la esposa, y recrearnos física o mentalmente con la figura del amante. Pasamos del dicho conservador que más vale lo malo conocido (lo antiguo), que lo bueno por conocer (lo nuevo), a la sentencia progresista de cualquier tiempo pasado fue peor, sin caer ni pasar por el centro y el equilibrio del término. Nos hemos dejado llevar tanto por lo exterior y lo nuevo, en lugar de lo interior y lo viejo, que nos han convertido en almas nuevas, a las que han robado la esencia de su alma vieja y sabia.
Hasta los nuevos políticos, que ni siquiera han empezado a hacer política, se atreven a utilizar eslóganes y comentarios sobre la vieja política, con la única autoridad moral de las urnas, que no invalida el paso del tiempo. En definitiva, mientras no despertemos la capacidad que como seres humanos tenemos de sorprendernos a nosotros mismos, seguiremos necesitando recurrir a las novedades tecnológicas y materiales, para acabar con nuestro tedio y nuestra monotonía. Y es que el sistema consumista, actúa de una forma tan rápida y sigilosa, que termina por adelantarse a nosotros, impidiendo de esta manera, sorprendernos a nosotros mismos. Dicho de otro modo: mientras no apaguemos por un instante todos los interruptores secundarios a los que estamos conectados, no lograremos encontrar la tecla interior que nos conecta con nuestra verdadera realidad interior. Es por esto, que hoy por hoy me resisto a encender este fabuloso celular 3G. Prefiero seguir siendo fiel a mi móvil básico. Porque a diferencia de los nuevos modelos, sigue teniendo los iconos invisibles de la imaginación y de la libertad. Y estas son palabras mayores.
José Luis Meléndez. Madrid, 5 de marzo del 2016
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