¿Una declaración de amor recibida a través de una gata…? ¡No puede ser!
Era mediodía de un fin de semana soleado. Mi perrita Kutxi, se había ido de fin de semana con unos familiares a Castrojimeno, el pueblo de Segovia de dónde vino hace once años, cuando aún era cachorra. Esa bolita negra y peluda, se la compró un pastor amigo del pueblo, a una señorita muy enamoradiza de los bolsillos de los hombres, como muestra de afecto hacia ella. La relación era lo suficientemente interesada como para que durara demasiado, así que Salma, como entonces le llamaban, ante sus escasas posibilidades de supervivencia en la zona, fue ofrecida a mi familia ante su inminente sacrificio (los perros de la zona que no valen para el rebaño, se suelen sacrificar).
Quién le diría a Kutxi, que estas salidas a su pueblo, iban a ser aprovechadas por una de sus vecinas, para asegurarse su racioncita de mimos y su salsita de besos. El día animaba a salir, pasear y hacer las gestiones cotidianas. Nada más salir, una vez en la calle, comencé a escuchar unos tiernos maullidos que procedían de uno de los chalets de enfrente de casa. Era ella, Blacky. Lo tenía todo planeado y decidido. Eligió ese día para declarar su amor divino a un ser “superior” del cual tenía fehacientes pruebas de su cariño por los animales, pues desde días antes, se encargó de hacernos su respectivo seguimiento a mí mascota y a mí. Según me iba acercando, se iban haciendo más insistentes sus sonidos.
La felina, era la gata de una vecina, pero al parecer le gustaban más los hombres que las féminas - quizás eran para ella más fáciles y dóciles -. Su pelaje era blanco y negro, con predominio de este último color, de ahí su nombre. Así de elegante vestía. Siempre a la última. Como complemento llevaba un collar de goma de color rojo. En el momento de su aparición un chico, que paseaba de manera espontánea, percatándose de la situación, se ofreció como traductor:
- Te está saludando, me dijo.
A lo que yo le contesté, con un tono ingenuo:
- ¡Aaaah!, ¿si…?
La gata, situada en la parte superior de una de las dos columnas, en la que estaba anclada la puerta del jardín, al ver que estábamos parados, mirándola y hablando de ella, decidió aprovechar la situación. Mientras seguía maullando como diciendo: “espera no te muevas -que bajo-”, empezó a recorrer la parte superior de la valla de ladrillo, y se posicionó en la misma dirección en la que nos encontrábamos. A la vez que maullaba, agachaba la cabeza, la parte del cuello, y lo restregaba en el ladrillo de la valla.
- ¡Le has caído bien!, decía mi interlocutor.
- ¿Por qué lo sabes?, le pregunté.
- Tengo gatos desde hace tiempo...
La gata no aguantó más, y empezó a descender lentamente por la fachada de la valla. Una vez en el suelo, continuó haciendo el mismo gesto con la cabeza y el cuello. Al ver que le concedíamos su merecido protagonismo, con su eterna canción de amor femenina, se dirigió hacia mí, y empezó esta vez a restregar todo su cuerpo entre mis piernas, haciendo continuos movimientos en formas de ocho, que con el tiempo iban aumentando de intensidad.
- ¡Te está marcando!, me dijo el chico.
- ¿Cómo? Le contesté en el momento más emotivo de este encuentro tan romántico...
- Te impregna su olor en un gesto de pertenencia, como haciéndote suya.
¿Mi primera declaración de amor a través de una gata…? ¡No puede ser! La situación me enmudeció el habla. La relación continuó, pues no se conformó mi amiga felina con dicha declaración pública, hecha ante testigo y en toda regla. Un día, que también me encontraba solo en casa, escuché un maullido a lo lejos que poco a poco se iba haciendo más próximo. Abrí la puerta y ahí estaba. Era su primer reclamo ante tan excesivas dádivas. Decidí ponerla un poco de comida y bebida. ¡Qué menos…! Los días sucesivos en los que nos cruzábamos y veíamos por la calle, nos saludábamos. Yo me dirigía a ella por su nombre y ella después de mirarme, hacía lo propio con un maullido, pero ya de amigos…
Los contactos se fueron haciendo cada vez más íntimos, y un día me pidió con sus artes femeninas permiso para entrar en casa, ante las cuales caí desarmado y rendido a sus encantos de ipso facto. Después de recorrer toda la casa, incluidos los altos de los armarios y los bajos de las camas, como en un gesto de agradecimiento, se acercó, subió encima de mí - estaba tumbado en el sofá - y empezó a realizar otra de sus “tablas de gimnasia”, cuyo significado ni conocía, ni sabía de nadie que me las descifrase.
El movimiento era como si montara en bicicleta encima de mi abdomen. Mientras me miraba y seducía con su mirada hipnótica, acercaba su cabeza a la mía. Luego la restregaba por el cuello, me besaba a lametones en la cara con su áspera lengua y cantaba con su dulce ronroneo sus sentimientos más profundos. En esta segunda fase Blacky consiguió rematarme emocionalmente, pero su ambición femenina iba todavía más allá. Al sentirse segura de saber que tenía la misma libertad de entrar, y salir, nuestras citas se fueron haciendo cada vez más frecuentes, en un principio a petición suya.
Un día, me desperté por la mañana sobresaltado. Comencé a escuchar unos ruidos de los cuales no lograba adivinar su procedencia. Hacía buen día, y la claridad de la mañana penetraba con la suficiente luz en la habitación. Al cabo de un rato, pude ver desde la cama, unas gotas de sangre en el suelo... La tensión empezó a endurecer mi cuerpo. Pasados unos minutos apareció ella. No venía sola. Traía – todavía vivo – un pájaro que acababa de cazar. La escena, a esas horas, era impactante. Mientras le daba “manotazos” al gorrión de un lado a otro de la habitación, unas veces como jugando, otras como presumiendo, y otras como no sabiendo rematar la faena.
Después de la puesta en escena, un tanto excéntrica a primera vista, de tan fabulosa actriz, decidí buscar una “interpretación” a la misma. No me costó llegar a la misma conclusión: Blacky decidió ese día invitarme a comer una buena pieza, todavía caliente, como recompensa a mi fidelidad.
Ha pasado el tiempo, y hace ya unos años que no nos vemos. Todo hace presagiar los más tristes augurios. ¿Habrá subido ya al séptimo cielo, de su séptima vida animal…? No lo sé. Lo que sí es cierto, es que hoy, con el remordimiento aún vivo de mi infidelidad perruna, su recuerdo con forma de pata, todavía me sigue rasgando el corazón y arañando el alma.
José Luis Meléndez. Madrid, 24 de Marzo del 2014.
Nota:
Esta historia está basada en un hecho real.
Fuentes de las imagenes: Flickr.com
Era mediodía de un fin de semana soleado. Mi perrita Kutxi, se había ido de fin de semana con unos familiares a Castrojimeno, el pueblo de Segovia de dónde vino hace once años, cuando aún era cachorra. Esa bolita negra y peluda, se la compró un pastor amigo del pueblo, a una señorita muy enamoradiza de los bolsillos de los hombres, como muestra de afecto hacia ella. La relación era lo suficientemente interesada como para que durara demasiado, así que Salma, como entonces le llamaban, ante sus escasas posibilidades de supervivencia en la zona, fue ofrecida a mi familia ante su inminente sacrificio (los perros de la zona que no valen para el rebaño, se suelen sacrificar).
Quién le diría a Kutxi, que estas salidas a su pueblo, iban a ser aprovechadas por una de sus vecinas, para asegurarse su racioncita de mimos y su salsita de besos. El día animaba a salir, pasear y hacer las gestiones cotidianas. Nada más salir, una vez en la calle, comencé a escuchar unos tiernos maullidos que procedían de uno de los chalets de enfrente de casa. Era ella, Blacky. Lo tenía todo planeado y decidido. Eligió ese día para declarar su amor divino a un ser “superior” del cual tenía fehacientes pruebas de su cariño por los animales, pues desde días antes, se encargó de hacernos su respectivo seguimiento a mí mascota y a mí. Según me iba acercando, se iban haciendo más insistentes sus sonidos.
La felina, era la gata de una vecina, pero al parecer le gustaban más los hombres que las féminas - quizás eran para ella más fáciles y dóciles -. Su pelaje era blanco y negro, con predominio de este último color, de ahí su nombre. Así de elegante vestía. Siempre a la última. Como complemento llevaba un collar de goma de color rojo. En el momento de su aparición un chico, que paseaba de manera espontánea, percatándose de la situación, se ofreció como traductor:
- Te está saludando, me dijo.
A lo que yo le contesté, con un tono ingenuo:
- ¡Aaaah!, ¿si…?
La gata, situada en la parte superior de una de las dos columnas, en la que estaba anclada la puerta del jardín, al ver que estábamos parados, mirándola y hablando de ella, decidió aprovechar la situación. Mientras seguía maullando como diciendo: “espera no te muevas -que bajo-”, empezó a recorrer la parte superior de la valla de ladrillo, y se posicionó en la misma dirección en la que nos encontrábamos. A la vez que maullaba, agachaba la cabeza, la parte del cuello, y lo restregaba en el ladrillo de la valla.
- ¡Le has caído bien!, decía mi interlocutor.
- ¿Por qué lo sabes?, le pregunté.
- Tengo gatos desde hace tiempo...
La gata no aguantó más, y empezó a descender lentamente por la fachada de la valla. Una vez en el suelo, continuó haciendo el mismo gesto con la cabeza y el cuello. Al ver que le concedíamos su merecido protagonismo, con su eterna canción de amor femenina, se dirigió hacia mí, y empezó esta vez a restregar todo su cuerpo entre mis piernas, haciendo continuos movimientos en formas de ocho, que con el tiempo iban aumentando de intensidad.
- ¡Te está marcando!, me dijo el chico.
- ¿Cómo? Le contesté en el momento más emotivo de este encuentro tan romántico...
- Te impregna su olor en un gesto de pertenencia, como haciéndote suya.
¿Mi primera declaración de amor a través de una gata…? ¡No puede ser! La situación me enmudeció el habla. La relación continuó, pues no se conformó mi amiga felina con dicha declaración pública, hecha ante testigo y en toda regla. Un día, que también me encontraba solo en casa, escuché un maullido a lo lejos que poco a poco se iba haciendo más próximo. Abrí la puerta y ahí estaba. Era su primer reclamo ante tan excesivas dádivas. Decidí ponerla un poco de comida y bebida. ¡Qué menos…! Los días sucesivos en los que nos cruzábamos y veíamos por la calle, nos saludábamos. Yo me dirigía a ella por su nombre y ella después de mirarme, hacía lo propio con un maullido, pero ya de amigos…
Los contactos se fueron haciendo cada vez más íntimos, y un día me pidió con sus artes femeninas permiso para entrar en casa, ante las cuales caí desarmado y rendido a sus encantos de ipso facto. Después de recorrer toda la casa, incluidos los altos de los armarios y los bajos de las camas, como en un gesto de agradecimiento, se acercó, subió encima de mí - estaba tumbado en el sofá - y empezó a realizar otra de sus “tablas de gimnasia”, cuyo significado ni conocía, ni sabía de nadie que me las descifrase.
El movimiento era como si montara en bicicleta encima de mi abdomen. Mientras me miraba y seducía con su mirada hipnótica, acercaba su cabeza a la mía. Luego la restregaba por el cuello, me besaba a lametones en la cara con su áspera lengua y cantaba con su dulce ronroneo sus sentimientos más profundos. En esta segunda fase Blacky consiguió rematarme emocionalmente, pero su ambición femenina iba todavía más allá. Al sentirse segura de saber que tenía la misma libertad de entrar, y salir, nuestras citas se fueron haciendo cada vez más frecuentes, en un principio a petición suya.
Un día, me desperté por la mañana sobresaltado. Comencé a escuchar unos ruidos de los cuales no lograba adivinar su procedencia. Hacía buen día, y la claridad de la mañana penetraba con la suficiente luz en la habitación. Al cabo de un rato, pude ver desde la cama, unas gotas de sangre en el suelo... La tensión empezó a endurecer mi cuerpo. Pasados unos minutos apareció ella. No venía sola. Traía – todavía vivo – un pájaro que acababa de cazar. La escena, a esas horas, era impactante. Mientras le daba “manotazos” al gorrión de un lado a otro de la habitación, unas veces como jugando, otras como presumiendo, y otras como no sabiendo rematar la faena.
Después de la puesta en escena, un tanto excéntrica a primera vista, de tan fabulosa actriz, decidí buscar una “interpretación” a la misma. No me costó llegar a la misma conclusión: Blacky decidió ese día invitarme a comer una buena pieza, todavía caliente, como recompensa a mi fidelidad.
Ha pasado el tiempo, y hace ya unos años que no nos vemos. Todo hace presagiar los más tristes augurios. ¿Habrá subido ya al séptimo cielo, de su séptima vida animal…? No lo sé. Lo que sí es cierto, es que hoy, con el remordimiento aún vivo de mi infidelidad perruna, su recuerdo con forma de pata, todavía me sigue rasgando el corazón y arañando el alma.
José Luis Meléndez. Madrid, 24 de Marzo del 2014.
Nota:
Esta historia está basada en un hecho real.
Fuentes de las imagenes: Flickr.com
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