Una boda es una condena, pero la muerte es una liberación
Desde siempre me han atraído los ambientes de los aeropuertos y de los hospitales. Hoy añado el de los tanatorios. Hasta el punto de afirmar que me complace asistir a uno de estos recintos, antes que a una boda. Una boda es una condena, pero la muerte es una liberación. En un tanatorio uno es útil a los demás, en una boda solo es un figurante, un invitado más. En cada una de las zonas de cada una de estas instalaciones, las conversaciones, aunque breves, son profundas y emotivas. En una boda son largas, banales, superficiales y poco auténticas.
Acudir y recorrer cada una de estas instancias le permite a uno conectar con la verdadera esencia de las personas. Las miradas cristalinas, brillantes y enrojecidas acogen deseosas los abrazos cercanos con la naturalidad que nunca debió de perderse. Supone dejar por un momento las redes sociales, volver a tocarnos, a empatizar y recuperar toda esa humanidad perdida.
Ahora entiendo las palabras de Antonio Gala, cuando afirmaba que lo primero que hacía al llegar a una ciudad nueva era visitar los cementerios y los mercados. Porque según dice, definen bastante a un pueblo. Y comprendo ahora, torpe de mí, porque me han gustado desde siempre las entrevistas. Esas conversaciones mutuas en las que las palabras invisibles de cada uno de los intervinientes, sobrevuelan el aire y el espacio, sin que ambos sean conscientes, como pequeños retazos del alma. Que parece que no existen, pero que dejan su estela, después de ser pensadas, sentidas y pronunciadas.
Acabo de regresar de un entierro familiar. Después de saludar y conversar con mis primos, me he despedido con una silente y breve visita de mi difunta tía Marisa. Después he continuado hablando con el resto de asistentes con objeto de no saturar al círculo familiar más cercano a ella. Momentos después ha sido despedida en la intimidad por sus hijos y allegados más próximos.
Instantes después, ha sido introducida en un coche fúnebre de color blanco. Del tanatorio de la M-30 al cementerio de la Almudena he formado parte del cortejo, en un Mercedes de color negro que iba justo detrás del de ella. Parecía por su color, que el coche en el que iba, era el de una novia que iba de nuevo a unirse con su amado.
En alguna de estas conversaciones con los asistentes, he tenido oportunidad de intercambiar algunas de mis impresiones con algún familiar, como es la falta de psicólogos en estas instituciones para personas que carezcan de familiares o ante el caso de muertes trágicas. Y como observación he manifestado mi estupefacción ante el exceso de centros e instituciones destinados a “prepararnos” para la vida y la falta de educación por parte de las instituciones públicas para prepararnos ante esta etapa final para unos, y de tránsito para otros.
No he perdido la oportunidad de recordar en una de mis intervenciones el deseo que manifesté en su día a través de mis blogs de ser incinerado. Y que de haber elegido un entierro tradicional hubiera solicitado un ataúd ecológico, como el de la imagen, lacado con los tres colores de mi blog, con objeto de dar un toque más festivo a la ceremonia. Una práctica que además de higiénica y sostenible (mis cenizas pueden abonar algún pinar como el que en su día estuve a punto de quemar en la localidad de Añorbe), evitaría a mis seres queridos el compromiso de visitarme.
Porque entre otras cosas, considero que la mejor visita que se le puede hacer a un ser querido fallecido, no es con el cuerpo, sino con el alma, a través del recuerdo. Esto es, de una forma espontánea y diaria, en lugar de un día al año, como es el Día de Todos los Santos. ¿O es que acaso son santos todos los que un día nos dejaron...?
José Luis Meléndez. Madrid, 24 de octubre del 2022. Fuente de la imagen: wikimedia.commons.org