La mayoría de edad, no es una cuestión de años, sino de experiencia.
Algunos de ustedes habrán sido testigos de cómo algunos padres recurrían de manera frecuente a algunas frases exentas de una mínima coherencia lógica, que satisficiera las peticiones propias de un niño. Y lo que es aún más preocupante, de las de un adolescente. De esta forma, ante la pregunta inoportuna y precipitada de los hijos (las hijas eran una excepción), los padres procedían a dirigirse a sus congéneres con frases del tipo: “Hijo mío, cuando seas mayor comerás huevos fritos”.
¡Válgame Dios!, exclamamos ahora, pero qué despropósito. Ni siquiera hoy, los segundos padres adoptivos, que tienen mascota, le niegan el pienso diario a su querido animal. ¿Cómo se llama este juego? Entonces no éramos conscientes, pero en ese momento acababa de nacer el pasapalabras. Ya lo ven, el pasapalabras, no es un invento de la televisión actual, sino de nuestros antepasados. Por un lado te negaban la respuesta, que para más inri, era contradictoria, ya que raro era el niño, que desde los dos años no solo comía huevos fritos, revueltos, duros, o pasados por agua, sino que además te posponían el plato. “¡Manda huevos!”, que diría don Federico Trillo.
Éramos en esa época tan inocentes, o más bien tan precavidos y temerosos de aquella generación, que cualquiera se atrevía a hacerles una segunda pregunta: ¿Pero huevos duros sí, verdad Papá…? ("Hijo mío, no me toques las narices"). Y así de esta forma, transcurría la vida, con un exacerbado y desmedido respeto hacia la figura paterna y materna. Entonces nos dimos cuenta, no sin cierto alivio, de la existencia de otro tipo de papás más explícitos y ambiguos a la hora de concretar nuestra mayoría de edad, como eran papá Estado y mamá Iglesia. Papá Estado, proclamaba nuestra edad a los dieciocho años, pero mamá iglesia, daba la callada por respuesta. De esta forma se otorgaba la licencia se imponer los santísimos sacramentos a las pobres criaturas recién nacidas e indefensas, sin esperar como en el caso de su fundador y maestro, a recibir de mayores los mismos, con pleno conocimiento de causa.
De esta forma, también fuimos conscientes de que la mayoría de edad, es algo muy relativo. Éramos menores para unas cosas, pero no para otras. ¡Qué curioso! Así que uno podía, ser mayor de edad a los dieciocho años, aunque no hubiera alcanzado la mayoría de edad mental. Da lo mismo que fueras un bala-perdida o un inconsciente, lo importante es que ya eras mayor de edad. Más tarde comprendimos que la mayoría de edad, no es una cuestión de años, sino de experiencia. Así pudimos encontrarnos personas menores de edad con la madurez y el aplomo de otras tenidas por la sociedad como personas mayores. Los hijos hoy en día, son un claro ejemplo de ello. Muchos padres, se ven desarmados, y son conscientes de que los niños cada vez hacen las mismas preguntas a edades más tempranas.
Pero el encanto de ser mayor, como en otras muchas cosas de la vida, no radicaba en el simple hecho de cumplir dieciocho años de una sola vez, sino en ir experimentando esa sensación gradual y previa, antes de llegar a dicha edad. ¿Quién no se ha llegado a sentir mayor, al dar sus primeras caladas a un cigarro, mientras permanecía escondido, al abrir la casa de madrugada, o al sentarse al lado de la chica que más te gustaba.
El caso es que cuando uno llegaba al fin, a la anhelada edad, y creía haber alcanzado el podio de la mayoría, no tardaba en ser invitado por algunos de esos mayores creciditos en sus formas, a bajar del escalón recién ascendido y merecido, sin poder evitar con ello, el respectivo bajón anímico. “De acuerdo, ya eres mayor, lo sabemos. Pero, ¿dónde tienes, ese hombre o esa mujer, que de forma presumible llevas dentro?”. Este es el mensaje que nos lanzaba la sociedad. Entonces te preguntabas: ¿Cómo…? Pero si ya tengo un DNI, que indica mi sexo, y una forma de vestir que revela sin tapujos mi incuestionable y evidente condición sexual. ¿Qué más quieren, si se puede saber? Más tarde caías en la cuenta: el sexo, como el valor en la mili, es una simple suposición, y como tal hay que demostrarlo.
¿Y cuál era el camino más corto para demostrar nuestra identidad sexual, y terminar de una puñetera vez este calvario? Pues depende. La empanada mental era tan grande, que como todas las elaboraciones culinarias, su receta variaba según las distintas regiones nacionales y cerebrales. Para los abuelos los hombres se hacían, o más bien se “formaban” cuando iban a la mili. Para algunos padres, por el contrario, hartos de sus vástagos, la hombría la adquirían en el momento en que se iban de casa. Otros esperaban a que les pidieses algún imposible, como las llaves del coche, carnet en mano, y de esta forma postergaban en el tiempo tu renacimiento sexual, hasta que tuvieses pelos en el pecho. Daba lo mismo si los tenías en el rostro, o en la zona genital. La gracia es que en el pecho tardaban más en salirnos. Otros papás más filósofos, confirmaban tu masculinidad, según ibas recibiendo y encajando los palos de la vida. Y por último, otros más desconfiados, esperaban a que uno mismo saliese de la ambigüedad sexual, y llamase y trajese la primera amiguita a casa.
Una vez escuchadas esta sarta de tonterías, uno se preguntaba que sabía nadie de cuando y como nos sentimos o convertimos de una forma real y/o extra oficial en hombres o mujeres. ¿Será aquel día que acudimos con cierta urgencia al baño, y notamos aquella sensación nueva, placentera que electrificó y recorrió nuestro cuerpo? ¿Será aquel final de mes, en el que recibimos el primer sueldo?, ¿o tal vez el momento en el que compartimos nuestras caricias y sentimientos más profundos con el primer ser amado?
Es posible que muchas personas reconozcan, y consideren algunos de estos significativos y gratos momentos, como los más auténticos a la hora de situar en el tiempo los orígenes de su condición sexual. Pero lo que resulta evidente es que uno es hombre o mujer, en el momento en empieza a ser uno mismo. Otra cuestión es preguntarse cuando empezamos a ser mayores. Uno podría pensar que este momento es el día que acudimos por primera vez a un centro de mayores. Pero no. El día que realmente empezamos a ser mayores, es el día en el cual dejamos de ser niños. Es decir, nunca.
José Luis Meléndez. Madrid, 3 de Octubre del 2015
Fuente de la imagen 1: Flickr.com
Algunos de ustedes habrán sido testigos de cómo algunos padres recurrían de manera frecuente a algunas frases exentas de una mínima coherencia lógica, que satisficiera las peticiones propias de un niño. Y lo que es aún más preocupante, de las de un adolescente. De esta forma, ante la pregunta inoportuna y precipitada de los hijos (las hijas eran una excepción), los padres procedían a dirigirse a sus congéneres con frases del tipo: “Hijo mío, cuando seas mayor comerás huevos fritos”.
¡Válgame Dios!, exclamamos ahora, pero qué despropósito. Ni siquiera hoy, los segundos padres adoptivos, que tienen mascota, le niegan el pienso diario a su querido animal. ¿Cómo se llama este juego? Entonces no éramos conscientes, pero en ese momento acababa de nacer el pasapalabras. Ya lo ven, el pasapalabras, no es un invento de la televisión actual, sino de nuestros antepasados. Por un lado te negaban la respuesta, que para más inri, era contradictoria, ya que raro era el niño, que desde los dos años no solo comía huevos fritos, revueltos, duros, o pasados por agua, sino que además te posponían el plato. “¡Manda huevos!”, que diría don Federico Trillo.
Éramos en esa época tan inocentes, o más bien tan precavidos y temerosos de aquella generación, que cualquiera se atrevía a hacerles una segunda pregunta: ¿Pero huevos duros sí, verdad Papá…? ("Hijo mío, no me toques las narices"). Y así de esta forma, transcurría la vida, con un exacerbado y desmedido respeto hacia la figura paterna y materna. Entonces nos dimos cuenta, no sin cierto alivio, de la existencia de otro tipo de papás más explícitos y ambiguos a la hora de concretar nuestra mayoría de edad, como eran papá Estado y mamá Iglesia. Papá Estado, proclamaba nuestra edad a los dieciocho años, pero mamá iglesia, daba la callada por respuesta. De esta forma se otorgaba la licencia se imponer los santísimos sacramentos a las pobres criaturas recién nacidas e indefensas, sin esperar como en el caso de su fundador y maestro, a recibir de mayores los mismos, con pleno conocimiento de causa.
De esta forma, también fuimos conscientes de que la mayoría de edad, es algo muy relativo. Éramos menores para unas cosas, pero no para otras. ¡Qué curioso! Así que uno podía, ser mayor de edad a los dieciocho años, aunque no hubiera alcanzado la mayoría de edad mental. Da lo mismo que fueras un bala-perdida o un inconsciente, lo importante es que ya eras mayor de edad. Más tarde comprendimos que la mayoría de edad, no es una cuestión de años, sino de experiencia. Así pudimos encontrarnos personas menores de edad con la madurez y el aplomo de otras tenidas por la sociedad como personas mayores. Los hijos hoy en día, son un claro ejemplo de ello. Muchos padres, se ven desarmados, y son conscientes de que los niños cada vez hacen las mismas preguntas a edades más tempranas.
Pero el encanto de ser mayor, como en otras muchas cosas de la vida, no radicaba en el simple hecho de cumplir dieciocho años de una sola vez, sino en ir experimentando esa sensación gradual y previa, antes de llegar a dicha edad. ¿Quién no se ha llegado a sentir mayor, al dar sus primeras caladas a un cigarro, mientras permanecía escondido, al abrir la casa de madrugada, o al sentarse al lado de la chica que más te gustaba.
El caso es que cuando uno llegaba al fin, a la anhelada edad, y creía haber alcanzado el podio de la mayoría, no tardaba en ser invitado por algunos de esos mayores creciditos en sus formas, a bajar del escalón recién ascendido y merecido, sin poder evitar con ello, el respectivo bajón anímico. “De acuerdo, ya eres mayor, lo sabemos. Pero, ¿dónde tienes, ese hombre o esa mujer, que de forma presumible llevas dentro?”. Este es el mensaje que nos lanzaba la sociedad. Entonces te preguntabas: ¿Cómo…? Pero si ya tengo un DNI, que indica mi sexo, y una forma de vestir que revela sin tapujos mi incuestionable y evidente condición sexual. ¿Qué más quieren, si se puede saber? Más tarde caías en la cuenta: el sexo, como el valor en la mili, es una simple suposición, y como tal hay que demostrarlo.
¿Y cuál era el camino más corto para demostrar nuestra identidad sexual, y terminar de una puñetera vez este calvario? Pues depende. La empanada mental era tan grande, que como todas las elaboraciones culinarias, su receta variaba según las distintas regiones nacionales y cerebrales. Para los abuelos los hombres se hacían, o más bien se “formaban” cuando iban a la mili. Para algunos padres, por el contrario, hartos de sus vástagos, la hombría la adquirían en el momento en que se iban de casa. Otros esperaban a que les pidieses algún imposible, como las llaves del coche, carnet en mano, y de esta forma postergaban en el tiempo tu renacimiento sexual, hasta que tuvieses pelos en el pecho. Daba lo mismo si los tenías en el rostro, o en la zona genital. La gracia es que en el pecho tardaban más en salirnos. Otros papás más filósofos, confirmaban tu masculinidad, según ibas recibiendo y encajando los palos de la vida. Y por último, otros más desconfiados, esperaban a que uno mismo saliese de la ambigüedad sexual, y llamase y trajese la primera amiguita a casa.
Una vez escuchadas esta sarta de tonterías, uno se preguntaba que sabía nadie de cuando y como nos sentimos o convertimos de una forma real y/o extra oficial en hombres o mujeres. ¿Será aquel día que acudimos con cierta urgencia al baño, y notamos aquella sensación nueva, placentera que electrificó y recorrió nuestro cuerpo? ¿Será aquel final de mes, en el que recibimos el primer sueldo?, ¿o tal vez el momento en el que compartimos nuestras caricias y sentimientos más profundos con el primer ser amado?
Es posible que muchas personas reconozcan, y consideren algunos de estos significativos y gratos momentos, como los más auténticos a la hora de situar en el tiempo los orígenes de su condición sexual. Pero lo que resulta evidente es que uno es hombre o mujer, en el momento en empieza a ser uno mismo. Otra cuestión es preguntarse cuando empezamos a ser mayores. Uno podría pensar que este momento es el día que acudimos por primera vez a un centro de mayores. Pero no. El día que realmente empezamos a ser mayores, es el día en el cual dejamos de ser niños. Es decir, nunca.
José Luis Meléndez. Madrid, 3 de Octubre del 2015
Fuente de la imagen 1: Flickr.com
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