La diferencia entre la invidencia y la ceguera, está en la clarividencia
Cada día nos cuesta más levantarnos. El cansancio de la semana se acumula, y el sigiloso transcurso del tiempo nos proporciona esa lentitud de movimientos, que moldea el cuerpo, enriquece el alma y nos hace presentir que cada día cumplimos veinticuatro horas de vida. No es necesario el transcurso de los trescientos sesenta y cinco días para ser conscientes y notar con la edad que cada vez necesitamos más tiempo para realizar los quehaceres del día a día. ¡Qué manía la de aquel oportunista que inventó el cumpleaños! ¿No sería más práctico y bonito cumplir días en lugar de años, vestirnos y salir a la calle cada día con un toque más animoso y festivo? Más provechoso para todos no cabe la menor duda…
Cuando el despertador con su alarma estridente sobresalta nuestro sueño y asusta el nuevo día, asomamos los ojos a la ventana, para sincronizar nuestro estado de ánimo y el vestuario del armario con la meteorología. Una vez duchados y desayunados, nuestro motor de arranque marca su encendido.En la calle, después de saludar al vecindario, con más ganas de las que llevamos, intentamos disimular nuestro estado de ánimo, y comprobamos que nuestro rostro dibuja el mismo semblante que el de la tripulación suburbano metropolitana. ¡Qué alivio! No somos los únicos. Es el estado “normal” de la muchedumbre…
El ciudadano que llevamos dentro, se convierte en pasajero. Ya sea sentados, en metro, autobús, taxi o andando, nuestros pensamientos viajan a más velocidad y por más lugares que la monótona ruta diaria de los dos raíles, de las cuatro ruedas o de las dos piernas. Mientras nuestro cuerpo todavía dormido, viaja y camina, nuestra mente se traslada a velocidad de vértigo, de forma indistinta del ayer al hoy o el mañana en décimas de segundo, y se descargan en nuestro escritorio mental, las primeras preocupaciones que en formas de imágenes nos son imposibles detener. Reconocemos nuestro estado de bajón, e intentamos animarnos y relativizar el momento, pero… ¡nada, imposible!
De repente se abre la puerta del vagón, y les vemos entrar. Él primero tirando muy suavemente a través del asa de su acompañante invidente. Una vez que ella se sienta, acaricia con su tacto especial la sien del labrador golden retriever. El perro, ahora sí, se tumba tranquilo pero atento, pendiente del aviso de la estación de bajada. Su actitud colaboradora, social y sus limitados recursos, nos hacen extrapolar esa situación a escenarios humanos y cuestionar nuestras capacidades físicas y mentales en relación al grado de aportación de valores a la sociedad a la que pertenecemos. Una vez más, la idéntica escena en la misma situación de estrés mental: el invidente y el perro que con su simple aparición, hacen desvanecer todas nuestras inquietudes (que no problemas), considerando como tales aquellos que no tienen solución.
La invidencia física de la chica nos ha hecho despertar, ver y salir de la ceguera mental en la que estábamos. ¿Cuántas veces más tendremos avergonzados que callar y recibir esta lección en la que el próximo invidente despierte al ciego que llevamos dentro? La diferencia entre la invidencia y la ceguera, está en la clarividencia, o como decía Antonio Machado en “el ojo que todo lo ve, al verse a sí mismo”.
José Luis Meléndez. Madrid, 7 de Abril del 2014.
Fuentes de las imagenes: Flickr.com
Cada día nos cuesta más levantarnos. El cansancio de la semana se acumula, y el sigiloso transcurso del tiempo nos proporciona esa lentitud de movimientos, que moldea el cuerpo, enriquece el alma y nos hace presentir que cada día cumplimos veinticuatro horas de vida. No es necesario el transcurso de los trescientos sesenta y cinco días para ser conscientes y notar con la edad que cada vez necesitamos más tiempo para realizar los quehaceres del día a día. ¡Qué manía la de aquel oportunista que inventó el cumpleaños! ¿No sería más práctico y bonito cumplir días en lugar de años, vestirnos y salir a la calle cada día con un toque más animoso y festivo? Más provechoso para todos no cabe la menor duda…
Cuando el despertador con su alarma estridente sobresalta nuestro sueño y asusta el nuevo día, asomamos los ojos a la ventana, para sincronizar nuestro estado de ánimo y el vestuario del armario con la meteorología. Una vez duchados y desayunados, nuestro motor de arranque marca su encendido.En la calle, después de saludar al vecindario, con más ganas de las que llevamos, intentamos disimular nuestro estado de ánimo, y comprobamos que nuestro rostro dibuja el mismo semblante que el de la tripulación suburbano metropolitana. ¡Qué alivio! No somos los únicos. Es el estado “normal” de la muchedumbre…
El ciudadano que llevamos dentro, se convierte en pasajero. Ya sea sentados, en metro, autobús, taxi o andando, nuestros pensamientos viajan a más velocidad y por más lugares que la monótona ruta diaria de los dos raíles, de las cuatro ruedas o de las dos piernas. Mientras nuestro cuerpo todavía dormido, viaja y camina, nuestra mente se traslada a velocidad de vértigo, de forma indistinta del ayer al hoy o el mañana en décimas de segundo, y se descargan en nuestro escritorio mental, las primeras preocupaciones que en formas de imágenes nos son imposibles detener. Reconocemos nuestro estado de bajón, e intentamos animarnos y relativizar el momento, pero… ¡nada, imposible!
De repente se abre la puerta del vagón, y les vemos entrar. Él primero tirando muy suavemente a través del asa de su acompañante invidente. Una vez que ella se sienta, acaricia con su tacto especial la sien del labrador golden retriever. El perro, ahora sí, se tumba tranquilo pero atento, pendiente del aviso de la estación de bajada. Su actitud colaboradora, social y sus limitados recursos, nos hacen extrapolar esa situación a escenarios humanos y cuestionar nuestras capacidades físicas y mentales en relación al grado de aportación de valores a la sociedad a la que pertenecemos. Una vez más, la idéntica escena en la misma situación de estrés mental: el invidente y el perro que con su simple aparición, hacen desvanecer todas nuestras inquietudes (que no problemas), considerando como tales aquellos que no tienen solución.
La invidencia física de la chica nos ha hecho despertar, ver y salir de la ceguera mental en la que estábamos. ¿Cuántas veces más tendremos avergonzados que callar y recibir esta lección en la que el próximo invidente despierte al ciego que llevamos dentro? La diferencia entre la invidencia y la ceguera, está en la clarividencia, o como decía Antonio Machado en “el ojo que todo lo ve, al verse a sí mismo”.
José Luis Meléndez. Madrid, 7 de Abril del 2014.
Fuentes de las imagenes: Flickr.com
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