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26 de mayo de 2025

Si al voto, no a la vida

El derecho a la vida preocupa menos que el derecho al voto

Todo nuestro ser está expuesto a diversas sensaciones como el placer, pero también al sufrimiento. Nuestro cuerpo, nuestros huesos se fracturan, nuestros músculos se debilitan, nuestra piel se quema, se magulla o se ve expuesta a cortaduras.

Nuestra mente experimenta diversos cambios emocionales durante el día y hay momentos en los cuales debido a la intensidad de algunas vivencias o por la suma de varios acontecimientos y circunstancias, colapsa.

Cuando esto ocurre son pocas las personas que deciden acudir a un especialista de salud mental por el estigma social que esto conlleva, lo cual evidencia de una forma clara, la importancia que los estereotipos sociales otorgan al cuerpo en lugar de a la mente.

Reconocer el mensaje que hasta hoy ha calado en la sociedad supone un ejercicio de sinceridad: es más sano ir al gimnasio o correr que escribir o ir a la biblioteca o echar unas carreritas visuales a un libro. Es tan sano hacer deporte que hasta algunos deportistas de élite han sufrido lesiones, infartos en directo o han quedado incapacitados o han perdido la vida llevando una vida “saludable”.

Parece, en nuestros días que el famoso dicho “mens sana in corpore sano”(una mente sana en un cuerpo sano), ha quedado relegada al olvido. ¿De verdad que es más sana la salud física que la salud mental?

Hace unos años pude tener acceso a través de un libro del doctor Vallejo Nájera, a la cantidad de patologías psicológicas que un ser humano puede tener y me quedé realmente sorprendido. Sin embargo, doy por seguro que todos conocemos a personas que nunca han acudido no ya a un psicólogo o un psiquiatra, sino que ni siquiera se han atrevido a contar su conducta a su médico de atención primaria, por evitación, temor o vergüenza.

Curiosamente ir hoy al psicólogo está dejando poco a poco a disminuir ese complejo asistencial que sufre el paciente, gracias a las confesiones públicas de algunos artistas, a su gesto solidario y a la visualización y reconocimiento efectuado por dichas experiencias personales.

De esta forma se ha logrado poner el foco en la importancia del problema de la salud mental en la salud pública. Las listas de espera para que un psicólogo atienda a un paciente que acaba de salir de urgencias con su informe es de siete meses. El problema llegó hace unos meses al Congreso, pero aún no existe un pacto de Estado contra el suicidio. Dicho de otra forma, el derecho a la vida preocupa menos que el derecho al voto a sus Señorías. El problema añadido es que el traspaso de pacientes de la sanidad pública a la privada está afectando también a la calidad asistencial de ésta.

En el año 2022 cuatro mil personas se quitaron la vida. En la actualidad la ratio de atención psicológica es de seis psicólogos por cada cien mil habitantes. El suicidio entre adolescentes entre 15 y 19 años aumentó un 41% entre los años 2020 y 2021 y actualmente el suicidio supera en número a los accidentes de tráfico, pero para las distintas administraciones sigue siendo más importante la DGT que los hospitales y los centros de atención primaria de los españoles.

Para otros el aborto, es decir, el no nacido, sigue siendo más importante que el viviente casi muerto, por intento de suicidio. ¿Así es como pretenden aumentar el deficiente y creciente índice de natalidad? ¿Sostener tal vez el sistema de pensiones? ¿Qué vida vale más la del no nacido o la del vivo que por falta de asistencia es invitado a irse de este mundo sin una persona que le tienda una mano, pero con unas pastillas que no fueron capaces de frenar su patología? ¿Qué administración va a empezar a hacerse responsable de estos muertos inducidos? ¿Valen más los 227 muertos fallecidos por la Dana que las 4000 personas suicidadas solo en el año 2022? ¿Todos los españoles somos iguales ante la ley?

Doy por seguro que todos conocemos a personas que desconocen su patología y otras que reconociéndola no están tratadas ni medicadas. Una actitud a todas luces egoísta, ya que las consecuencias las padece su círculo social más cercano, lo cual contribuye a su vez a un gasto social que pagamos todos, y no solo económicamente, sino emocionalmente.

Hablo de personas que acuden a curanderos o sacerdotes que además de no tratar su enfermedad y de agravarse como consecuencia de ello, buscan apoyo espiritual o religioso como mecanismo de afrontamiento ante un trastorno mental.

La salud de las batas blancas poco tienen que ver con la espiritualidad de las sotanas negras, y menos aún, con los rituales y hechizos del más allá.

José Luis Meléndez. Madrid, 26 de mayo del 2025. Fuente de la imagen:gettyimages.es

6 de mayo de 2025

La fuerza de vivir

La respuesta que siempre les ofrecía era la misma: no tengo fuerzas de vivir

Era abrir los ojos nada más despertarme y sentir la agresividad exterior que le hacía a uno sentirse rendido, sin fuerzas físicas ni psíquicas de poder levantarme. Enseguida comprendí que me estaba convirtiendo en mi propio enemigo; que una parte de mi mente se estaba intentando apoderar del resto.

Auné fuerzas como pude y logré incorporarme. El cuerpo pesaba más de lo normal, a pesar de haber adelgazado algunos kilos como consecuencia de la inapetencia de los últimos treinta días. Con cierto esfuerzo logré incorporarme, vestirme y enfundarme la armadura con la que pretendía blindarme contra dicho enemigo intruso. Recién duchado y con la mochila preparada para un posible ingreso, tomé dirección hacia mi hospital de referencia.

Durante las ocho horas que permanecí en distintas áreas y estancias, tuve la inmensa suerte de sentir la presencia de unos seres que habitaban en un plano superior de humanidad. Hay ángeles que te preguntan qué te pasa, otros que te hablan y te ofrecen su ayuda; que te hacen preguntas cerradas, conscientes de tus irremediables respuestas balbuceantes, esbozadas ante unos llantos desconsolados de pena, impotencia, dolor y sufrimiento.

Existen otro tipo de ángeles y de hadas, que además de velar por tu bienestar emocional, se preocupan por tu cuerpo y te traen con una sonrisa y algo de conversación una bandeja de comida. Los hay que se interesan por el motivo de tu ingreso y se reúnen en equipo contigo para conocer tu historia personal intentando buscar una salida pactada.

Tanto los ángeles de la línea verde (consultas), como los de la línea amarilla (boxes) no podían evitar formularme la misma pregunta: ¿Qué te pasa, José Luis? La respuesta entre sollozos y clínes que siempre les ofrecía era la misma: no tengo fuerzas de vivir. Durante las ocho horas que permanecí en el centro (tres de ellas en consultas, y cinco en boxes, esperando que la medicación me hiciese efecto), pude realizar la suma de personas que me atendían. Ocho, sin incluir a celadores y personal de limpieza.

Los cristales del hospital y del personal residente me protegian entretanto de la hostilidad exterior. La batalla proseguía, pero ahora fuera de estos muros. Aquí no existen las traiciones, las envidias, ni los ajustes de cuentas. Las muestras de solidaridad y de humanidad penetran por cada uno de los pasillos, habitaciones y habitáculos, propiciando un clima de paz y confianza.

Los sanitarios practican la psicología del afecto. El tono con el que se habla a los pacientes contrasta con la acritud verbal del exterior. “Lo importante es que has venido, aunque te haya costado hacerlo”. En los hospitales se sanan las dolencias, se investiga, se calma el sufrimiento, no solo con la medicación, sino con la magia y emotividad de las palabras que brota de una forma espontánea y natural, como un manante de agua pura y relajante.

Un día de hospital, aunque sea de acompañante, merece la pena y puede llegar a ser una experiencia enriquecedora. Ayuda a recapacitar sobre la brevedad de la vida, sobre sus distintas etapas, y enseña a valorar lo realmente importante. El hospital le devuelve a uno la vida que le quita la ciudad. No hay mejor anfitrión que un facultativo. Nadie como ellos, son capaces de velar por lo más valioso que posee uno, que es su salud y su vida.

Siempre que he salido de un hospital lo he hecho con ese sentimiento verdadero de hermandad. La alegría nos une, pero es el dolor y en el sufrimiento donde realmente florece la empatía y la solidaridad del verdadero ser humano. Salir de un hospital cuesta más que entrar en él. Uno entra mal, pero sale como mínimo reconfortado, sabiendo cuales son las causas de sus dolencias. La salida del hospital me devuelve la esperanza perdida en el ser humano. Tal vez sea porque las ciudades son grandes moles deshumanizadoras.

Nací en un hospital y el hospital me ha vuelto a invitar a la vida. Por eso, cuando llegue mí hora, me gustaría dedicarle mis últimos días de vida, en una de sus camas. Porque en él siempre encontré la humanidad que en mi vida faltó. Ese día voy a echar de menos a estas personas y voy a sentir la presencia de algunas visitas inoportunas.

José Luis Meléndez. Madrid, 6 de mayo del 2025